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Leer Madame Bovary 150 años después

Creo que de mi novela se extrae una enseñanza clara. Y si la madre no puede permitir que su hija la lea, estoy seguro de que el marido no haría mal en dejársela leer a su esposa.

Gustave Flaubert
Correspondencia.

Por: Adrián Medina Liberty

Algunos libros son como preciados espacios en los que gustamos pasear tratando de experimentar un placer semejante al que sentimos durante nuestra primera visita. Son libros cuyas resonancias nos alcanzan muchos años después. La distancia no los aleja sino, por lo contrario, los acrecienta, y la memoria nos empuja con añoranzas que no podemos ignorar hasta que la relectura se realiza como un acto casi ineludible. A este noble linaje pertenece Madame Bovary, de Gustave Flaubert.

En abril de 1856, después de más de cuatro años de intenso trabajo, el todavía joven Flaubert terminó su obra maestra, una de las cimas más altas de la novelística de todos los tiempos. Es una novela virtualmente sin defectos, brillante en su perfección estilística y formal. Flaubert la concibió con el explícito propósito de lograr una obra de arte perenne. No es, sin embargo, la perfección fría y distante que se suele encontrar en los trabajos demasiado formales o cincelados exclusivamente con el abierto objetivo de lograr un refinamiento puro. De la obra de Flaubert emana tanto la pasión de un poeta como el talento expresivo de un pintor.

Su publicación causó un enorme revuelo porque un amplio sector conservador la consideró obscena y peligrosa. Paradójicamente, uno de los acusadores más severos, Ernest Pinard, al pretender denostar la novela logró identificar, incluso con elocuencia, una de sus primordiales virtudes. Alude específicamente al primer capítulo de la tercera parte, donde Emma pasea con León en un carruaje que mantiene las cortinillas cerradas y que circula largamente, "sin rumbo ni dirección, deambula por entero al azar de un lado hacia el otro". El testimonio de Pinard deja en claro que el peligro de este pasaje reside en aquello que no se dice antes que en aquello que realmente es descrito. En efecto, Flaubert dominaba el arte de la paráfrasis e innumerables fragmentos de la novela resuenan por su efecto, tanto el inmediato como el diferido, en la imaginación del lector. Por diferentes calles –volvamos al pasaje en cuestión–, el carruaje reaparecía "más cerrado que un sepulcro y tambaleándose como un navío". Este fragmento culmina espléndidamente cuando el carruaje reaparece por última vez:

el sol golpeaba contra los viejos faroles plateados, una mano desenguantada se deslizó debajo de las cortinillas de lino amarillo y arrojó pedacitos de papel que se dispersaron con el viento y fueron a caer más lejos, como blancas mariposas en un campo florido de encarnados tréboles.

La imagen que insinúa este pasaje es tan poderosa que evoca en la mente del lector un óleo antes que una descripción verbal. Pero además de su poder plástico, en el fragmento resuena un erotismo que se evoca sin detallarse, que se expande por la imaginería del lector y no por una intromisión explícita del autor. Como acertadamente lo señala George Steiner en el capítulo cinco de Después de Babel, El desplazamiento hermenéutico: "Cada vez que releemos un pasaje importante de Madame Bovary, o de cualquier otra obra maestra, aprendemos a oír más y mejor, a reconocer nuestras posibilidades, la significación es un contenido que supera la paráfrasis."

Flaubert no sólo era un maestro de la paráfrasis sino que, de hecho, investigaba con singular ímpetu la perfección descriptiva, se esforzaba por cincelar transcripciones por entero objetivas, casi científicas. Abundan los pasajes que son descritos como si se tratara de una cámara de cine que panea lentamente sobre la realidad revelando ciertos detalles mientras que oculta otros. La magnífica prosa de Flaubert nos envuelve de tal modo, que olvidamos por entero que es el propio autor quien nos está mostrando esa realidad al mismo tiempo que nos disimula otra. Los detalle descritos, las acciones realizadas, las conversaciones y los diálogos, la arquitectura, los bailes, la vestimenta y, en una palabra, el rico y complejo conjunto que constituye a la novela como un todo, le otorga una función significante y significativa a cada detalle. La trama está estructurada por sus detalles pero, simultáneamente, éstos la determinan. Al inicio de la novela, por ejemplo, la descripción de la gorra de Charles Bovary semeja la fiel trascripción de un dedicado etnógrafo, pero Flaubert no buscaba meramente un impacto visual, sino que dicha descripción es el trasfondo que resalta la naturaleza ingenua del personaje y de la insensibilidad del rito de la novatada; muestra su carácter de primerizo en los usos y costumbres del nuevo ambiente escolar y puntualiza las despiadadas burlas de aquellos que serán sus compañeros. Como muchos biógrafos lo han señalado, este episodio es autobiográfico y describe un recuerdo infeliz del propio autor. Aquí el lenguaje cumple una función de evocación emocional que pretende hacer que lector experimente vicariamente un poco de la infelicidad del episodio. Este pasaje también establece, desde el inicio, la oposición entre la sensibilidad personal y las extenuantes urgencias del medio social, asunto que devendría, justamente, en el drama fatal de Emma Bovary.

El lenguaje, más allá del hecho evidente de ser un medio expresivo ingénito a la literatura, cumple un papel vertebral en esta novela. Flaubert trabajaba con las palabras como un afanado escultor, enmendaba, enriquecía y expandía incesantemente lo escrito. Volvía constantemente a sus escritos hasta asegurarse de haber logrado el efecto esperado. Sus frases no sólo pretendían comunicar una idea, sino que buscaban un efecto de agradable sonoridad; la lectura debería ofrecer un pensamiento y un corolario musical. Lo uno sin lo otro disminuiría el valor estético y la literatura perdería su identidad.

El ritmo de la escritura trata de mantener una consonancia íntima con la dimensión afectiva de los personajes. Así, por ejemplo, cuando Emma pasa por una crisis depresiva se atrinchera en las evocaciones de sus experiencias en el colegio:

Hubiera deseado, como antes, confundirse con la enorme fila de blancos velos, que contrastaban por doquier con las rígidas togas negras de las pequeñas hermanas reclinadas en sus oratorios. […] En ese momento la sobrecogió un sentimiento de ternura, se sintió languidecer y enteramente abandonada, como una pluma de ave que gira en la tormenta.

De este pasaje emana indolencia y languidecimiento, la tonalidad de las frases, por su forma y contenido, insinúa dicho abandono. Podríamos ponderar, por contraste, otro pasaje que se inicia con viveza y agitación, pero termina con un tono de abatimiento:

La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia la emoción decaía, y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza.

En este caso, el fragmento narra un momento en el que Emma se enfrasca en una profunda meditación sobre su situación, reconoce la intensa alteración que le causa la presencia de León, pero también consiente la desolación que causa su ausencia. El talento de Flaubert hace casi imperceptible el paso de una emoción a la otra y logra que éstas no sólo describan sino que exuden cargas emocionales.

Flaubert, sin embargo, ejercita el lenguaje hasta límites inusuales logrando que sus propios personajes sean víctimas o beneficiarios de éste. Una persona plana o simple, por ejemplo, "carece de lenguaje" o su "habla es parca". Como ejemplo contrario, cuando Charles recuerda su primer encuentro con Emma, ella le es presentada como alguien "inteligente" y que "sabe hablar". En el capítulo ocho de la segunda parte, Rodolfo presta menos atención al físico de Emma mientras que evoca con pasión "las cosas que dijo y la forma de sus labios". León, el otro amante de Emma, reflexiona sobre el mensaje postrero en una tumba: "ambos estaban construyendo un ideal de sí mismos y adaptaron sus vidas a éste. Los actos del habla invariablemente permiten acrecentar los sentimientos". El propio lenguaje, entonces, define y construye a cada personaje.

Emma se pregunta cuál, por el significado en la vida real, de palabras tales como "pasión", "éxtasis" o "arrobamiento", las cuales poseían una sonoridad tan bella en los libros. Es, sin embargo, en el capítulo nueve de la segunda parte, donde aparece con entera claridad el poder creador del lenguaje:

Ella recordaba a las heroínas de los libros que había leído y aquella lírica legión de adúlteras comenzaron a cantar en su memoria con voces fraternales que la encantaron. Ella se estaba transformando en una manifestación de sus propios ensueños.


Lo que consiguió Flaubert fue convertir a lenguaje en un objeto de sí mismo. En Madame Bovary, el lenguaje llama la atención sobre el propio lenguaje, constantemente el texto genera bucles de autorreferencia donde los significados traspasan los límites de la ficción para invadir la realidad, lo real se filtra en la ficción o, lo que resulta más conmovedor e inquietante, la ficción irrumpe en la imaginación de los personaje de ficción.


A 150 años de su publicación, el libro de Flaubert continúa ofreciendo deleites para su lectura, depara sorpresas, enriquece la reflexión sobre nuestro propio tiempo respecto a las oposiciones entre individuo y sociedad y, sobre todo, confirma que la literatura es un espacio infinito.

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