Aniversario. A diez años de la muerte de Juan José Saer, esta crónica rescata fragmentos íntimos e inéditos del último viaje que el escritor realizó por los paisajes de su Santa Fe natal que nutren toda su obra.
El 11 de junio de 2005 Juan Jose Saer murió en París, donde residía desde 1968 cuando emigró para ocupar una cátedra en la Universidad de Rennes. Con su muerte, quedó inconclusa una novela llamada La Grande, que fue editada así, inconclusa, a fines de ese mismo año por el sello Seix Barral.
En noviembre de 2003 Saer había viajado a la Argentina: un viaje periódico en el que hacía escala en un apart hotel de la calle Arenales (hotel que también frecuentaba Héctor Tizón); visitaba las oficinas de editorial Planeta en Montserrat y seguía a Santa Fe, donde se ponía al corriente con su hermana y con el escenario de toda su narrativa. Con muy pocas excepciones, la obra literaria de Saer anclaba en la ciudad de Santa Fe y ese paisaje, mezcla de pampa gringa y litoral frondoso, de sus alrededores.
La gran paradoja era que todo ese material se desentendía de su lugar de producción, París, para refundar una y otra vez el tiempo y el espacio y liberarlos en esa zona, una zona sobre todo mental. Saer usaba la región como soporte de cuadros más abstractos que “regionalistas”. ¿Hay algo escrito en París menos parisino que la novela El limonero real ? Y al mismo tiempo: ¿Hasta qué punto es intrínsecamente argentino El limonero real ?
Una breve charla con un Saer afectado visiblemente por el jet lag desembocó en un proyecto. Hacer contacto con él en Santa Fe dos días después y traerlo de regreso a Buenos Aires (con el fotógrafo David Fernández, un chofer experto y pelirrojo y yo) luego de recorrer su atlas literario: Santa Fe city , como la llamaba, Rincón, Colastiné, Serodino, el punto en el mapa donde había nacido en 1937.
Viajamos de noche en medio de una tormenta dantesca que la mañana posterior se nos reveló tornado, con un saldo de trece muertos en las afueras de Rosario. Encontré a Saer en la confitería Las Delicias tal como lo había dejado en Buenos Aires. Saco azul, camisa a cuadros, pantalones de vestir amarronados, como barrosos.
El recorrido que siguió al desayuno fue descripto como “safari Saer” en la crónica que abría la revista Ñ en diciembre de 2003.
Pasado el mediodía, dejamos Santa Fe city rumbo a Serodino y luego la ruta franca hacia Buenos Aires. En el camino Saer resignificaba todo lo que veíamos en clave del work in progress de su libro La Grande . Un oleaje módico en un punto inexacto del río Colastiné fue señalado por él como el lugar físico del comienzo del libro; un shopping en construcción visto desde la altura de un puente devino ante nosotros “El Coloso del Pantano”. Cosas así.
Santa Fe, con Saer, era tierra literaria, liberada a su obra. Caminábamos guiados por su precisa mirada mental a través de un libro gigantesco, abierto 360 grados con el vértigo horizontal de la pampa.
Ni él ni nosotros ni nadie sabía que esta iba a ser la última recorrida de Saer por los escenarios de su obra; su última visita a Serodino (y la primera desde su partida); su último regreso a Buenos Aires para pasar la noche en el apart de Arenales y volver, también por última vez, a París.
Hablábamos. En la oficina de Buenos Aires, en Las Delicias, recorriendo Santa Fe en auto, en la ruta a 180 kilómetros por hora y el aire acondicionado a tope. Hablábamos mucho, en situación de entrevista y no. El diálogo fue fragmentario, caótico, revelador y, con el paso del tiempo, testimonial. Lo que sigue es Juan José Saer puro e inédito, reencontrado en las desgrabaciones de aquel, el último viaje.
(Avanzando por el boulevard Gálvez, saliendo de la ciudad de Santa Fe, mediodía.)
–Cuando hablamos en Buenos Aires la vez pasada usted citaba a Fourier, “la civilización es la última etapa de la barbarie”. Ahora usted es un producto de la cultura. ¿Donde se manifiesta la barbarie en su literatura?
–Bueno, lo arcaico está siempre evocado en mis escritos. Lo arcaico puede aparecer en dos o tres líneas que se cruzan en mi literatura. Una es lo cósmico. Lo más arcaico es el cosmos. Lo otro, es lo pulsional, lo subconsciente. Y lo biológico, que se expresa a través de la sexualidad, mucho. A través de la repetición. Las especies. Eso aparece mucho en mis libros, la repetición demente de lo mismo. Ese es el background de lo arcaico en mis libros. Luego aparece lo arcaico en lo biográfico. En este sentido: nuestra infancia, nuestra vida empírica y consciente, tienen fases arcaicas a las cuales a veces no tenemos acceso porque el olvido nos las quitó. Y de pronto aparecen. Esos son los vectores de lo arcaico en mis libros.
–¿Y lo cósmico?
–Hay una presencia constante. Cuando se habla de lo ígneo, lo gaseoso. La referencia a la materia dispersa del universo que dio lugar al sistema solar.
–Y está Rosario, recién en el desayuno me decía que es la ciudad más linda del mundo. ¿Por qué?
–Exageraba… Rosario es la primera ciudad que conocí de niño, cuando vivía en el pueblo. Imagínese que ahí vi mi primer kiosco de caramelos, era como la cueva de Alí Babá para mí. Y ahí estudié, viví, pasé muchos momentos de mi juventud, en la facultad de Filosofía. Tengo muy buenos recuerdos pero de ahí a que sea la mejor ciudad del mundo... Muchos amigos que tengo dicen que es la más fea del mundo. Entonces quiero ir en contra de eso.
–¿En Lo imborrable se refiere a Santa Fe o de Rosario?
–De Santa Fe. Ahí aparece el hotel Conquistador. Y también el Iguazú. El Conquistador aparece por la impresión que le causa a Tomatis esa figura de neón, un monstruo plano sin espalda y es lo primero que ve luego de estar encerrado mucho tiempo (…)
–Todo esto usted lo escribió en Francia. ¿Por qué se le aparecía la imagen de ese hotel?
–Se me apareció cuando estuve acá en el 76, ya era la dictadura y ese cartel era una figura siniestra.
–Y el encierro de Tomatis se lee como una metáfora de la dictadura…
–Bueno, el encierro es para mí una clave de la dictadura. La gente vivía encerrada. Tenía miedo de salir a la calle. De todos modos, la mayoría de mis libros transcurren fuera de la calle. También es una metáfora de la depresión. Lo imborrable está comunicado con Glosa, con el final, donde ya se vislumbra lo que viene. Todos mis libros están comunicados; la comunicación viene más por los contrastes formales que por las intrigas. Mis novelas no constituyen una saga sino un ciclo. Una serie de cambios de situaciones sobre un fondo en el que hay cierta inmovilidad. (…) Por ejemplo, hace algunos años tuve que releer un cuento de En la zona , “Tango del viudo”. Lo increíble es que esa relectura me inspiró toda la novela que estoy escribiendo ahora. Entonces vuelve a aparecer ese personaje Gutiérrez que había quedado perdido.
(Entrada a Serodino, hora de la siesta. Saer observa conmovido la entrada al pueblo que no ha vuelto a ver desde 1968. Habla de su familia pero el panorama lo saca del recuerdo.)
–El campo en primavera es maravilloso. Tengo la impresión de que había un poco de sequía, porque reverdeció mucho desde el sábado pasado. Todavía está un poquito amarillo. Esta planitud es genial; yo me sentí muy orgulloso cuando leí que Charles Darwin decía que a 40 kilómetros de Rosario es la tierra más chata que encontró en su vida. Ahora donde también es chato es entre Santa Fe y Córdoba. Ahí también, la llanura se manifiesta en toda su magnificencia. O sea, en toda su chatura.
(Cruzando el puente a Colastiné, mediodía. Saer recuerda su vida cotidiana en el pueblo donde vivía antes de radicarse en París.)
–¿Y usted se fue de acá a París, directamente?
–Sí. De acá a París...
–Llegó a Francia en 1968. ¿Cómo encontró la Universidad francesa en ese año tan particular?
–Cuando yo llegué, encontré mucha efervescencia de lo que había pasado dos meses antes. Los años que siguieron marcaron el retroceso de ese espíritu. Una involución muy tensa y mortífera, ¿no? Que yo veía continuamente. Una retirada constante, día tras día, año tras año. Yo lo veía en la Universidad, donde todas las medidas que se disponían iban contradiciendo el espíritu de mayo del 68 y, más, iban trayendo de regreso el régimen anterior. Dándole nombres rimbombantes y modernosos a las cosas, pero volviendo todo para atrás. Una vez tuve una discusión con unos estudiantes, hará siete años. Ellos pedían más exámenes. Yo les dije: “Ustedes saben que cuando yo entré acá, en 1969, la consigna era no más exámenes”. Quiere decir que hoy en París los estudiantes están pidiendo exactamente lo contrario de lo que se pidió en el 68. Y la enseñanza pragmática que se les da a los alumnos en un clima de desempleo ha hecho bajar el nivel de los estudios. Por lo tanto, los nuevos profesores que salgan de ahí tendrán muy poco nivel. Yo le aseguro que un estudiante de Letras de la UBA es mucho más culto que uno de La Sorbona, aún con las dificultades.
(Cerca de Ramallo, atardecer, en la radio del auto suena “La hija del carioca” de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Cantamos todos, excepto Saer, que pide que le cuente sobre los “famosos redonditos”.)
–¿Qué le pasa con los fenómenos masivos? ¿Trata de aprehenderlos o los niega sólo porque se hacen visibles desde el mercado? ¿Qué le sugiere este retorno de la saga en el cine, por ejemplo?
–Usted habla de La Guerra de las Galaxias , Matrix , esas cosas. Bueno eso es una lógica comercial (…), los procedimientos de La Guerra de las Galaxias son procedimientos anacrónicos y previsibles, están estudiados de acuerdo a los cuentos medievales. No hay ningún tipo de sorpresa. Es distinto lo que hizo Andrej Tarkovsky al tomar la ciencia ficción, con Solaris , del polaco Stanislaw Lem. Desmonta el género y no fetichiza sus formas cristalizadas. (…) La cultura se revela cuando es capaz de transformar la época, el estilo de vida, por su propia pertinencia. Por su propio peso. Por ejemplo, Macedonio Fernández. O el tango, cuando aparece es una verdadera creación original. Después evoluciona hacia una fetichización que a mí no me gusta nada. Le quieren dar al tango funciones totalizantes. El principal de ellos es Piazzolla. Quiere hacer del tango música barroca, romántica. Así llegamos a un efecto seudototalizador. Ya en los años 30 Macedonio hablaba de esto cuando decía: “Mis argumentos no han de ser verdaderos porque no figuran en ninguna letra de tango”. Con la novela pasa lo mismo, se ha transformado en una mercancía. Por eso creo que el trabajo del novelista hoy es no escribir novelas. La novela está fetichizada, yo trato de que mis libros no parezcan novelas. La invención de Morel, por ejemplo, trabaja la novela sin fetichizar el procedimiento. Es una creación cultural pura, los otros siguen en ese proceso fetichizador sobre la forma de la novela.
(A la altura de Zárate, puesta del sol)
–Usted ha dicho públicamente que está contento con la llegada de Kirchner al gobierno. ¿Cuál es su relación vital y política con el peronismo?
–El problema con el peronismo para mí, es que es (…) una bolsa de gatos donde entran muchas cosas muy diferentes (...) y ha producido grandes desgarramientos en la sociedad argentina. Declararse peronista para mí es imposible, yo por supuesto no lo soy. Pero tengo simpatía por ciertos sectores del peronismo que han tenido o no la posibilidad de tener poder. En el caso de Kirchner, inmediatamente vi la posibilidad de una superación de esas contradicciones del peronismo y también de las contradicciones del radicalismo y la centroizquierda. Todo eso me hace este gobierno muy atractivo e interesante. Al mismo tiempo era imprescindible tomar toda una serie de medidas para demostrar su legitimidad numérica frente a la calumnia de Menem.
–Pero usted también se entusiasmó con la Alianza en su momento...
–Sí. Yo creo que esto es una reedición, restablece lo que la Alianza debió haber hecho y lleva un germen de superación de las contradicciones del peronismo. Puede salir un nuevo movimiento político. Me parece que detrás de todo esto aparece una generación que está tomando las responsabilidades institucionales que en los 70 intentó tomar por otro camino. (…) –¿Usted se siente parte de esa generación?
–Yo siento que formo parte aunque sea un poco más viejo. Beatriz Sarlo dice en su nuevo libro ( La pasión y la excepción ) que se alegró cuando mataron a Aramburu. Es un acto muy valiente de Beatriz decir eso y explicar un estado de ánimo de aquella época. Ahora bien, yo no me alegré del asesinato de Aramburu. Yo abominé inmediatamente de Montoneros. El comunicado del asesinato de Aramburu me pareció infame. Si querían asesinar a alguien, Aramburu era el más conciliador; fue un acto de gangsterismo. La ideología que exponía ese comunicado era absolutamente repugnante. No tenía nada que envidiarle a la derecha más violenta y criminal.
–¿Usted se enteró en Francia?
–Sí. Pero era muy amigo de Paco Urondo por ejemplo. Lo quería mucho a Paco, pero nunca entendí su evolución, su muerte me dolió muchísmo. La muerte de (Angel, el personaje de Glosa) Leto está un poco inspirada en la de Urondo. Yo me entendía muy bien, en una de sus últimas declaraciones que hizo habló generosamente de mí. Pero bueno, yo no entendía su elección. La respetaba porque era la elección de un amigo, si no la hubiera considerado canallesca.
–Hay toda una tendencia a trabajar la tensión entre Borges y Perón como un espejo de la sociedad argentina del siglo XX. ¿Lo ve así?
–Ah, bueno. Eso es absurdo, me hace pensar en el ranking de notoriedad, el aplausómetro del Colón. Es una confrontación de personalidades. Porque no ponemos a Gardel y Maradona, también.
(Buenos Aires noche, Avenida del Libertador, casi llegando al apart hotel. Hablamos de best-séllers y modas.)
–Hace treinta años, los críticos elogiaban a Puig, que a mí mucho no me gusta. Reconozco que hay una cosa novedosa ahí, pero no muy disciplinada ni rigurosa.
–En Puig tal vez haya una captación de la cultura de masas, de la que usted reniega largamente…
–Sí, pero sin una vuelta de tuerca o mirada interesante. Entonces es para más de lo mismo. El beso de la mujer araña es un libro demagógico, absolutamente. Ese encuentro entre un homosexual y un guerrillero es pura demagogia.
(Frente al apart hotel de la calle Arenales. Antes de despedirnos, Saer me recuerda el desayuno en la confitería Las Delicias.)
–¡Y acuérdese que “Mil hojas” no; es el célebre alfajor santafesino! Esos son nombres porteños para quitarnos la propiedad intelectual.
Fuente: Fernando García, Revista Ñ
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