El enigma del planisferio perdido
En 2002, Gavin Menzies publicó un libro titulado 1421, el año que los chinos descubrieron América que, a pesar de las demoledoras críticas de los académicos que le saltaron a la yugular, pronto se transformó en un best‑séller traducido a muchos idiomas y reeditado varias veces. Resulta que el autor, excomandante de submarinos británicos y miembro de la Royal Geographic Society de Londres, afirmaba que una flota china liderada por el almirante Zheng He había explorado regiones que permanecerían ignoradas por los occidentales, al menos, hasta el siglo siguiente. En pocas palabras: Menzies intenta demostrar que los chinos llegaron al extremo sur de Africa 66 años antes que los portugueses, que descubrieron América 71 años antes que Cristóbal Colón, que lograron la circunnavegación del mundo un siglo antes que la expedición Magallanes-Elcano, que avistaron Australia y Nueva Zelanda tres siglos y medio antes que John Cook, e incluso que bordearon los dos polos por lo menos cuatro siglos antes que los europeos.
Mapa de Martellus. Guía para la aventura de Colón, se creyó desaparecido por años y al fin reveló sus inscripciones, ocultas durante cinco siglos.
El punto crítico: Gavin Menzies sostenía que los chinos habían descubierto el Nuevo Mundo bastante antes que los europeos y que había un mapa manuscrito datado en 1418 que probaba su tesis.
No tardó mucho en probarse que en realidad el mapa fue realizado en 1814. Ante la contundencia de las pruebas químicas usadas para datar el papel y las tintas, Menzies quiso salvaguardar el argumento que lo catapultó a la fama (para bien y para mal) asegurando que, en efecto, era una copia tardía de un mapa que fue elaborado por primera vez circa 1400 y sobrevivió gracias a las copias que se hicieron de él en el mundo oriental durante cinco siglos. Pero para entonces daba igual: los expertos ya habían triturado la provocadora propuesta de Menzies por lo débil de sus argumentos, la falta de una metodología rigurosa y las dudosas fuentes que mencionaba apenas al pasar y que, por tanto, no permitían el mínimo ejercicio de contrastación.
Con el llamado “mapa de Vinlandia” ya se había intentado probar la conocida hipótesis de que los vikingos llegaron mucho antes que los europeos a América. El mapamundi (que dataría del siglo XV, aunque en realidad sería una copia de otro mapa hecho en el siglo XIII) representa el Viejo Mundo… y Groenlandia, con una asombrosa precisión. Nadie sabía nada de este mapa hasta que apareció en 1957 dentro de la obra Hystoria Tatarorum ( Historia de los tártaros ). Entonces fue valuado en una cifra millonaria, y adquirido por la Universidad de Yale. Pero cuando en los años 1970 el documento fue sometido a pruebas químicas, se detectó la presencia de anatasa (dióxido de titanio), un mineral que no había logrado sintetizarse hasta 1923. Y explotó la polémica: por un lado, se concluyó que el libro en el que apareció el mapa era auténtico, que el pergamino del mapa también es de la fecha indicada pero que las tintas contienen pigmentos que no se inventaron antes del siglo XX. Por otro lado, expertos de Yale insisten en sostener que sus propios forenses garantizan la originalidad del documento, aunque se resisten a hacer públicas las pruebas que lo confirmarían.
Hoy en día, los académicos buscar de-sactivar esas polémicas mediáticas que sólo aportan confusión, comentarios demagógicos y un revisionismo berreta que se acopla muy bien a la moda de criticar todo lo europeo como sinónimo de colonialismo y dominación. Para ello cuentan con desarrollos técnicos que permiten analizar viejos documentos, en especial documentos cartográficos, y precisar las fechas en que fueron elaborados, los materiales utilizados, las fuentes de esa información, las rectificaciones que sufrieron y muchas otras cosas insospechadas que se encuentran bajo la superficie de los mapas antiguos.
Tecnología, ciencia y paciencia
En una de las paredes del hall central de la Beinecke Library de la Universidad de Yale se destaca un gran mapa del mundo confeccionado alrededor de 1491, es decir, antes de que los europeos supieran de la existencia del Nuevo Mundo. Fue realizado por Henricus Martellus, un erudito cartógrafo alemán que trabajó en Florencia en la segunda mitad del siglo XV, quien además hizo copias manuscritas de la Geografía de Ptolomeo (que incluyen mapas), y un libro de islas del mundo también ilustrado con mapas.
Sin embargo recién ahora, varios siglos después de que fuera dibujado por Martellus y gracias a un proyecto de formación de imágenes multiespectrales, se han podido descubrir todas las leyendas y descripciones escritas por el cartógrafo que el tiempo fue desdibujando hasta volverlas invisibles. Los hallazgos descubiertos por este trabajo, que fue liderado por el historiador Chet Van Duzer, se dieron a conocer hace pocos meses a través de la Universidad de Yale.
Entre algunos de los lugares que destacó Martellus en sus anotaciones está, por ejemplo, el pueblo de Balor, ubicado en el norte de Asia. De él se dice que “vive sin trigo y subsiste sin carne de venado”, o la región de los Panotii, de los que se afirma que tenían unas orejas tan grandes que “podían utilizarlas como sacos para dormir”.
Todo ese caudal de información minuciosa tuvo un destino cubierto por el polvo amontonado de los tiempos; un destino tan aciago como el planisferio mismo. Luego de varios siglos con paradero desconocido (aunque se cree que fue parte del patrimonio de una familia de Toscana), esta joya de la cartografía apareció a mediados del siglo XX en Berna cuando fue ofrecido a la venta, comprado de forma anónima, y luego donado –también de forma anónima– a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, donde fue oficialmente presentado el 6 de abril de 1971.
Los estudiosos pronto supieron valorar la enorme importancia del hallazgo: no sólo se trataba de uno de los últimos mapamundi europeos que retrataba el estado del conocimiento geográfico del mundo justo antes de las exploraciones ultramarinas europeas, sino que también fue identificado como la fuente de varias descripciones geográficas y de muchos mapas impresos en el siglo XVI. Se sabe, por ejemplo, que esta imagen cartográfica influyó decisivamente sobre el pensamiento geográfico de Cristóbal Colón, en particular en lo que concierne a la configuración de Asia, la ubicación de Japón, y la distancia entre Europa y Asia. También se puede reconocer la geografía de Martellus en el diseño del globo terráqueo de Martin Behaim de 1492, que es el más antiguo globo terráqueo que se conserva en la actualidad, específicamente en lo que atañe a delimitación del sudeste asiático. Y lo más destacado: hay similitudes sorprendentes entre el mapa de Martellus de Yale y el planisferio de Martin Waldseemüller de 1507 (el primer mapa que bautizó con el nombre América al Nuevo Mundo), tanto en el diseño de la imagen, como en sus dimensiones y en la disposición de bloques con textos descriptivos.
Sin embargo, ese entusiasmo inicial que desencadenó el hallazgo de este ejemplar cartográfico único rápidamente se transformó en desencanto: era imposible estudiar los detalles del mapa, ya que casi todos las leyendas y las inscripciones que se distribuían sobre la superficie del mapa se habían desvanecido y resultaban apenas visibles.
Cuando el mapa de Yale fue descubierto, se tomaron algunas fotografías ultravioletas del mismo, y ellas confirmaron muy claramente que el mapa contenía, en efecto, muchos textos descriptivos. Entonces la pregunta que se planteó era: ¿Cómo se puede acceder a estos textos, y transformar este objeto imposible de estudiar en una fuente que sea accesible para los ojos de los expertos?
La solución fue hacer imágenes multiespectrales o hiperespectrales del mapa, una potente tecnología que se ha aplicado recientemente a los manuscritos y libros dañados por desvanecimiento, agua, fuego, retoques, palimpsesto y arrugas.
Las imágenes multiespectrales consisten en una serie de fotografías digitales del objeto en cuestión tomadas en una docena de frecuencias específicas de luz, que van desde el ultravioleta, a través del espectro visible, hasta el infrarrojo. Por lo general, varias de estas fotos revelan partes o aspectos del texto dañado, y luego estas imágenes se combinan digitalmente de manera tal que pueda revelarse tanto como sea posible del objeto dañado.
Con el objetivo de hacer imágenes multiespectrales del mapa de Martellus de Yale, se organizó un equipo de estudiosos dirigidos por el historiador de la cartografía estadounidense Chet Van Duzer. Formaron parte del equipo Ken Boydston de la empresa Megavisión (que fabrica equipos para hacer imágenes multiespectrales), Roger Easton (un científico de imágenes en el Instituto de Tecnología de Rochester), Michael Phelps (de la Biblioteca Electrónica de Manuscritos Antiguos) y Gregory Heyworth de la Universidad de Mississippi (director del Proyecto Lázaro, que pone esta tecnología disponible a las instituciones culturales a bajo costo).
Financiados por la Fundación Nacional para las Humanidades (NHE por sus siglas en inglés), en agosto de 2014 se iniciaron las tareas de fotografiado. El personal de Yale quitó el mapa de su marco, y lo pusieron en un caballete para que el mapa pudiese ser movido de arriba abajo y de izquierda a derecha. Teniendo en cuenta que para hacer las imágenes multiespectrales es importante mantener constante la distancia entre la cámara fotográfica y las luces, se han dejado la cámara y las luces inmóviles, y se ha usado el caballete para trasladar el mapa frente a la cámara.
Para producir las imágenes se ha dividido el mapa en cincuenta y cinco celdas superpuestas: tomar fotos de cada una de estas áreas por separado permitía alcanzar la resolución necesaria, y la superposición permitía luego coser digitalmente las imágenes resultantes juntas.
Luego de un par de meses de trabajo, los resultados preliminares fueron muy alentadores. Ocurrió, por ejemplo, que mientras que en la imagen tomada con luz natural la zona de los Alpes no muestra detalle alguno, en la imagen multiespectral revela que originalmente había topónimos en todas partes.
Finalmente, cinco cinco siglos de detalles ocultos –que le habían restado valor al mapa de Martellus para los investigadores– salieron a la luz y esa información perdida les revela ahora cómo se veía el mundo hace más de 500 años. “Hemos recuperado más información de la que nos atrevimos a esperar”, ha dicho Chet Van Duzer en el comunicado que emitió la Universidad de Yale. Quizás la más significativa corresponda a Africa. Por primera vez hay una información precisa con ciudades, ríos y montañas que, dedujo Van Duzer, proviene de los datos geográficos compartidos por tres delegados etíopes que acudieron al Consejo de Florencia en 1441.
Sin embargo, estos textos ocultos no vieron la luz como por arte de magia ni de un mero procedimiento mecánico. Los textos desvanecidos no aparecen en el momento en que se toman las imágenes multiespectrales; puede llevar semanas encontrar la mejor manera de combinar las imágenes, y a veces, además, es necesario aplicar luego otras herramientas digitales para que el texto salga lo más legible posible. Incluso es muy probable que, mientras se realizan esos otros intentos con nuevos procesos y diversas combinaciones para hacer más claro el texto en un área, aparezca una imagen o un texto nuevo e insospechado en otra parte de la celda (lo que indica que el cartógrafo utilizó pigmentos diferentes que responden de manera diferente a la luz). La acción de operadores bien entrenados es de crucial importancia para que el procesamiento de las imágenes multiespectrales revele los secretos del pasado que esconden estos mapas y libros dañados.
Una de las conclusiones más importantes de este estudio es que las imágenes multiespectrales han transformado lo que antes era un objeto imposible de estudiar en uno que es susceptible de estudio en todos sus aspectos. Los desafíos que la tecnología abre a la ciencia son tantos que todavía no alcanzamos a sospecharlos. Se trata de seguir explorándolos con mucha paciencia.
Carla Lois es licenciada en Geografía, doctora en Historia (UBA), investigadora del Conicet y autora de “Mapas para la Nación” (Editorial Biblos).
Fuente: Carla Lois para Revista Ñ
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