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La muerte de un Dios

Sai Baba se murió y es casi un chiste: los dioses, y él decía serlo, no hacen esas cosas.

Recuerdos de una visita a su templo en la India.

Por Martín Caparrós 

Sólo porque es un dios no lo voy a acusar de oportunismo: los dioses, como todo el mundo sabe, nunca lo son, siempre tan oportunos. Pero, aún así, este truco de morirse justo cuando vuelve a salir aquel libro que escribí sobre Él –sí, Él también es Él– me parece un poco exagerado: si, de todas formas, siempre ha dado que hablar. Si su vida fue, en síntesis, una aplicación de la vieja doctrina del general Perón: que hablen, aunque sea bien. 
 Hace casi 18 años, una mañana de noviembre, conversábamos con Juan Forn, editor de la Biblioteca del Sur de editorial Planeta. Tiempo antes Juan había publicado Larga Distancia, mi primer libro de crónicas, y no estaba completamente arrepentido, así que yo trataba de convencerlo de que me diera un anticipo para escribir otro que había querido durante mucho tiempo: un viaje por la India. Juan me decía que no. Me dijo no, no puedo contratarte un libro que sea Caparrós viajando por la India pero si tiene algo más específico, alguna excusa, podríamos verlo. Yo le dije que buscaría una. Días después volví para decirle que la había encontrado: en la India había un señor al que llamaban Sai Baba, Swami, Baghavan, que decía que era un dios –y no estaba encerrado en un hospicio. Y a mí, le dije, me parecía que contar unos encuentros con un dios alcanzaba para justificar un libro –y mis paseos por la India. 
Dios Mío fue, entonces, una mezcla de esas dos curiosidades: un blanquito viajando por Bombay, Delhi, Benarés, Calcuta, Bangalore en plena mutación, y la vida inmutable de un dios junto a sus fieles en sus ashrams de invierno y de verano. Ambas me resultaron fascinantes: la India era un mundo perfectamente ajeno, lleno de estímulos y provocaciones, lo que yo quería ver. Pero, de a poco, la parte Baba se me volvió obsesión: era increíble mirar a todos esos hombres y mujeres cara a cara con su Señor. Era una ocasión única para ver la creencia en pleno funcionamiento, en todo su esplendor. Lo genial de observar a un dios un poco tosco es que te muestra –te descubre– las conductas de todos los demás: es un curso acelerado sobre el pensamiento religioso. 

Dios mío se publicó en 1994, alguien incluso lo debe haber leído, y después se pasó muchos años agotado. Hace unos meses la gente de Planeta me ofreció reeditarlo –junto con ocho o diez títulos más– y me dio mucho gusto: siempre es bueno imaginar que los libros no se mueren tan rápido. 
 Pero, a cambio, Sri Sathya Sai Baba se murió y ahora los diarios rebosan de su muerte. Es lo que suele pasar, ya lo sabemos: no hay espacio menos igualitario que los cementerios. Sólo que, en su caso, su muerte es casi un chiste: Sai Baba decía que era un dios y los dioses no hacen esas cosas. Menos aún contradiciendo sus propias profecías: siempre dijo que iba a "quedarse en este cuerpo" hasta los 95 años, y lo puso a pudrirse a los 84. 

Los diarios, en todo caso, rememoran y dudan. La mayoría de las notas destaca su supuesta divinidad y deplora su supuesta pedofilia. Yo –tras sesuda reflexión, escrupulosa búsqueda– creo que es más probable que fuera pedófilo que dios, pero me sorprenden las valoraciones generales: con todo lo grave que me resulta que un viejorro intente abusar de tres o cuatro jovencitos, mucho más grave me parece que ése –o cualquier otro– jorro abuse de millones diciéndoles que lo obedezcan porque es dios. El nivel de engaño necesario para convencer a multitudes de que uno es dios es infinitamente mayor que el que se precisa para convencer a un muchachito de manotear –con perdón– una gallina bataraza; el nivel de daño producido debe ser proporcional. O, dicho de otro modo: es obvio que Sai Baba no era dios porque conseguía que chicos lo ungieran con sus babas; lo conseguía porque era un dios. O, de otro: ¿qué idea del mundo, qué ideología hay que tener para suponer que es más grave cogerse a un devoto que hacer creer a millones de ellos que uno es dios? 
Algunas de estas cosas –y tantas más– me pregunté en Dios Mío. No recuerdo haber encontrado la más mínima respuesta. Ahora vendrán otras; ahora que el aspirante a dios ha muerto llega lo más interesante: los argentinos ya sabemos –de sobra– cómo es. 


La trama           

Para capturar una banda de malhechores, el oficial de policía debe moverse etnre ellos com si fuera miembro de la banda. Por eso yo he escoido la forma humana. Dios tiene que adoptar la forma más apropiada para la tarea que debe realizar¨, ha dicho Sai Baba
La India es pródiga en gurus y santones; sin embargo, ninguno de ellos proclama que es Dios. SAi Baba, en cambio, lo ha anunciado de todas las maneras posibles. No es el primero, ni el único: además de Jesús, Buda, o Krishna, miles de seres anónimos han proclamado su divinidad a lo largo de la historia (para terminar, casi siempre, encerrados en algún manicomio de provincias). Millones de personas, en todos los países del mundo, creen que Sai Baba es Dios, y se le entregan en cuerpo y alma: creen en sus curaciones, sus milagros y sus enseñanzas sobre el karma, el desapego y la reencarnación.
Matín Caparrós quiso saber cómo y por qué. Recorrió la India, desde Bombay hasta Calcutta, desde Benares hasta Cochin, desde Goa hasta Deli; vivió en el ashram de Sai Baba y asistió a todo tipo de situaciones increíbles, reflejadas con maetría en este libro. Com oen sus crónicas de Larga distancia, Caparrós propone el viaje como una de las últimas aventuras posibles y hace de Dios mío un relato raramente encantado por la fe, la miseria, la crueldad y la dulzura del país más insensato y misterioso de la tierra. 

El escritor                                           

Se inició en el periodismo con dieciséis años en el diario Noticias. En 1976, con la llegada de la dictadura a Argentina se exilió a Paris, licenciándose en Historia en La Sorbona. A continuación marchó a Madrid, colaborando con el diario El País. De regreso a Argentina, trabajó en prensa y radio, siendo cofundador de Página/12 y editor de El Porteño. Ha recibido varios premios como el Rey de España en 1992 y el planeta Argentina en 2004.

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