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La extinción de las malas palabras

Por Pablo Sirvén
La Nación 

Me convencí de que las palabras ya no valen nada cuando empecé a desear secretamente que alguna de mis hijas me llamase de una vez por todas "boludo". Esto no es producto de una locura circunstancial ni definitiva sino de una sorprendente y meditada constatación: hace algún tiempo noté que la gente de su generación ya no le otorgaba a ese vocablo el mismo sentido dramático y ofensivo que yo le había dado en buena parte de mi vida, puesto que lo habían despojado de su carga peyorativa para transformarlo casi en un amoroso sinónimo de "querido", a juzgar por cómo lo intercalaban en sus conversaciones con sus amistades más preciadas.
La depreciación de las palabras fuertes no es un problema menor. De tanto insistir en ellas y de resignificar lo que originalmente querían decir, por su uso y abuso están perdiendo peso y ferocidad. Se trata de un pequeño drama cotidiano: nos estamos quedando sin malas palabras.
Si los vocablos más ásperos se entremezclan con naturalidad en medio de nuestras más apacibles conversaciones, ¿cómo haremos para distinguir a éstas de nuestros estados coléricos? Es verdad que todavía nos queda la alternativa de sonrojarnos, elevar la voz hasta lo indecible, agitarnos y hasta tomar de las solapas (o de los pelos) a aquellos que nos hagan rabiar. Pero la posibilidad de colocar un buen improperio en el momento justo es algo que cada día más echaremos dolorosamente de menos.
No hay nada más que hacer: la palabra "boludo" ha sido totalmente perdida para la causa, pero ahí va por el mismo camino el hasta no hace mucho intolerable "hijo de puta". Nótese que dicho con signos de admiración (¡qué hijo?!) ya adquirió una temeraria resonancia favorable que le da a su destinatario cierta distinción de canchero, de tipo que se las sabe todas. Por lo tanto invierte su carga: aquella expresión ominosa, hoy, según las circunstancias, puede llegar a ser un halago que nos haga sentir más orgullos de nosotros mismos. Y viceversa: con razón la gran actriz Marilú Marini afirma que "según quien las pronuncie, ?alma´ o ?Dios´ también podrían llegar a ser malas palabras".
Internet, que tanto atrae a aquellos que les gusta escudarse en el anonimato por medio de apodos o personalidades no demasiado comprobables, es un territorio virtual más que fértil para que esta infeliz depredación de malas palabras y descalificativos contundentes aplique su definitivo golpe de gracia.
Antes, el anónimo pícaro a lo máximo que aspiraba era a la maldad insignificante de molestar al vecino haciendo sonar su timbre en horas inapropiadas para salir de inmediato corriendo y no ser descubierto. Hoy en día la travesura es apenas un poco más sofisticada (y cobarde): cualquier pelafustán apela a un ampuloso sobrenombre para, desde esa guarida inasible, llenar de improperios los sitios de Internet. A tal punto, que ya no les dan las manos a quienes reportan tales abusos. Emergentes de esta época confusa, se autoinvisten de jueces enmascarados gracias a la virtualidad que los cobija y no paran de lanzar dardos envenenados, por lo general y por si fuera poco, arbitrarios y desinformados. Tengan o no razón, les encanta sentar en el banquillo de los acusados al primero que pase y zamarrearlo con ganas.
Otro mal síntoma de la catástrofe verbal que nos carcome es que las expresiones "palabrota" y "mala palabra" han pasado a la historia y ya nadie de menos de 90 años las utiliza porque de tan habituales se hace difícil distinguirlas del resto de los vocablos. Y como sigue habiendo necesidad de colocar algún insulto bien puesto cuando pinta la ocasión, la inventiva argentina revuelve en el arcón de los recuerdos para exhumar rótulos ideológicos indeseables que puedan servir para descolocar al más pintado.
En Twitter, por poner un ejemplo reciente, días pasados catalogaban a Hugo Biolcati, presidente de la Sociedad Rural Argentina, de "nazi", como una manera de expresar repulsa hacia el discurso que pronunció en la inauguración de la última exposición agropecuaria. Se podrá con todo derecho estar en desacuerdo con el ideario del dirigente del campo, pero llamarlo nazi es perder la dimensión de lo que se está diciendo. El brulote suena más a desconocimiento que a maldad, a la necesidad de contar con un insulto a mano aunque se desconozca en qué consistió el Tercer Reich y, por lo tanto, poco o nada se sepa del inadecuado calibre del golpe verbal que se asesta. También se apela a los vetustos "mercenario", "cipayo" y "vendepatria" sin tener certeza cabal, el que lo lanza, de cuánto se ajusta en verdad el rótulo a quien lo dirige.
En los últimos días sucedió un hecho paradigmático que no hace más que ratificar que la crisis que embarga a los insultos se ahonda. Como una de sus tantas bromas corrosivas, la revista humorística Barcelona propuso instituir la fecha del 2 de agosto como el "día del hijo de puta", para hacerlo coincidir con el natalicio del ex dictador Jorge Rafael Videla. El tema es que más de uno (y no precisamente chicos, sino algunos ya bastante creciditos) tomaron esa jornada para "saludar" a sus personajes más odiados y, por eso, hubo nutridos intercambios de esa naturaleza en Internet. Así quedó reducido a un juego superfluo lo que pretendía ser doblemente denigratorio (la combinación entre la procaz manera de ofender a la madre ajena y el nombre del militar que presidió de facto nuestro país entre 1976 y 1981).
De tanto repetir sin ton ni son las palabras que antes eran fuertes o tabú y que resguardábamos para usarlas sólo excepcionalmente, las hemos inutilizado tornándolas equívocas y sin querer terminamos frivolizando lo más nefasto.
La "extinción" de las malas palabras tal como las conocimos obliga a recurrir a viejos y ofensivos filones aun a costa de que quien los pronuncie incurra en flagrante contradicción. Así sucede ahora con los defensores a ultranza del "matrimonio igualitario", que al mismo tiempo le apuntan al adversario permitiéndose dudar socarronamente de su sexualidad con las frases más homofóbicas de las que sean capaces.
Cuando una (¿ex?) mala palabra se convierte en lugar común y no en la excepción, su efecto supuestamente liberador de las energías tóxicas que necesitamos expeler se revierte y queda enquistada en lo que ahora sí podríamos llamar con propiedad (nuestra) mala entraña.

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