Dostoievski es considerado uno de los autores seminales de la novela moderna, y uno de los pocos que puede colocar varios libros en los estantes de oro de la literatura. Poco se habla de sus cuentos, pero en ellos podemos encontrar los orígenes de la búsqueda que lo llevarían a crear una obra monumental.
El cuento, una provincia autónoma en la República de las Letras, puede ser el fin o bien el medio para conseguir otro propósito distinto o de más amplio espectro. En el caso de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), novelista de una vocación más clara, casi fatídica, es difícil concebir, el cuento fue una especie de laboratorio donde puso a prueba sus intuiciones narrativas. La producción cuentística de Dostoievski va de 1845 a 1877 y abarca desde poco antes de acometer las grandes novelas hasta los cuatro años previos a su muerte. En 1846 publica su primera novela Pobres gentes y en 1880 su opus maius, Los hermanos Karamázov. En medio emergen obras de una contundencia tal como El idiota, Los demonios, El jugador, Crimen y castigo, por nombrar las más conspicuas. En realidad, Dostoievski es el novelista canónico del que se recuerdan más títulos imprescindibles y sólo puede paragonarse en sus alcances a Cervantes, Rabelais, Balzac, Flaubert, Tolstói y a quienes les siguieron (Thomas Mann, Robert Musil y otros autores, particularmente de lengua inglesa y algunos orientales). El estilo de Dostoievski en la novela es inconfundible. Algunos aseveran que conoció el alma humana mejor que ningún psicólogo, a juzgar por la manera como escudriñó en sus recovecos.
Ahora en español sale una edición de los Cuentos completos [FCE, 2010], en versión directa del ruso realizada por Bela Martinova, aparecida originalmente en Siruela en 2007. Los españolismos, por fortuna, no abundan ni afean esta depurada traducción que, en general, acierta en el tono y el lenguaje, no sin ciertas ambigüedades más bien veniales en la trascripción española de los nombres rusos y voces (con las que francamente se opta por los plurales en ese, desconocidos en ruso). A veces no se respetan las reglas de acentuación gráfica en español, como escribir Akím con tilde y sin necesidad de ello. Otras veces son las vocales duras y blandas en ruso que para leerse bien —y si así se pronuncian— es mejor transliterar añadiendo una i (lo que no siempre sucede en especial con la e). El nombre de Arcadi aparece con c, no con k. Los textos se presentan en forma cronológica, aunque el lector puede optar por una selección aleatoria y desordenada, como fue mi caso. El prólogo de la traductora, una costumbre casi desterrada de los usos editoriales modernos, ésa de incluir introducciones y estudios preliminares, resulta ampliamente útil e ilustrativo.
En efecto, como Bela Martinova señala, existen innumerables puntos de contacto en la producción artística de Dostoievski con autores netamente modernos, posteriores a él, que exploraron una vena más lúdica con una abierta inclinación por el absurdo, príncipe entre ellos Franz Kafka (sobre todo en sus primeros volúmenes de textos más bien breves, los únicos que publicara en vida sin mucho éxito por cierto). La densidad en el análisis psicológico y esas fijaciones en ideas obsesivas y atormentadoras ceden espacio ante las especulaciones que vuelven lo cotidiano complejo, ridículo, incluso misterioso. En “El cocodrilo” (1865) Iván Matvéievich, un funcionario del Estado que ha conseguido un permiso de tres meses para viajar por Europa, antes de emprender su recorrido se dirige al zoológico en compañía de su mujer Elena Ivánovna y su amigo Semión Semiónovich, el narrador de la curiosa historia, en que Karijen, un cocodrilo que exhibe un ambicioso alemán se traga a Iván Matvéievich. Lo curioso es que éste no muere sino sigue vivo dentro del cocodrilo, haciendo curiosas observaciones y urdiendo extrañas peticiones especiales en el ministerio, a causa de su inusitada situación, hasta llega a discurrir en sus ratos de ocio consagrarse a la filosofía social y política, muy en la vena de Fourier. En sus mocedades Dostoievski se comprometió por las ideas sociales, lo cual le costaría unos años en Siberia, adonde lo envió el zar, debido a sus vínculos con Petrashevski. Curioso relato, éste de “El cocodrilo”, plagado de significados simbólicos, oníricos y risibles.
Los diálogos constituyen un modelo a seguir en los relatos de Dostoievski. Curioso que no escribiera teatro como Chéjov, aunque ni falta le hizo para hacer hablar a sus personajes en sus cuentos y sus novelas. Otra relación con Chéjov es que a éste se atribuye una innovación capital en el cuento moderno. A diferencia de Poe y Maupassant, Chéjov cultiva cuentos que parecen retar la estructura misma del género. Esta innovación antes de él ya estaba presente en Dostoievski y Tolstói —lectores ambos de Turguéniev— y no es otra cosa que la pervivencia de una estructura anterior incluso al cuento moderno y Poe, la del relato tradicional, donde la historia oculta y la relevación de ésta, con el consiguiente elemento sorpresa, no juegan la función tan truculenta y definida que en el llamado cuento moderno. Volviendo a la virtud de los diálogos, siempre hay un elemento de tensión dramática —algo va a pasar, algo va a salir a la luz— que repentinamente puede cambiar el rumbo de la historia. El drama de Dostoievski está construido con base en las situaciones mismas y su planteo.
En “Las noches blancas” (1848) un soñador, personaje joven, solitario y meditabundo, sale a pasear por la tarde y tiene un encuentro. Conoce a Nástenka, una joven que lo cautiva pero quien a su vez está prendada de otro. Un personaje misteriosamente tan parecido al anterior, también joven, algo retraído, soñador, intelectual, que renta una buhardilla en la vieja casa de madera de la abuela de Nástenka, viejecita desconfiada que prefiere tener prendida del vestido a la nieta por medio de un imperdible. Fiokla, la vieja y sorda sirvienta, se presta en ocasiones para que la deje a ella prendida del vestido mientras que la muchacha sale a pasear. El pequeño tormento que es para el enamorado escuchar la pasión de ella por otro hombre, quien incluso parece haberla abandonado, pero no, al final regresa. Nástenka, sin empacho, retira su promesa de matrimonio al primer personaje y le ofrece su amistad eterna. De nueva cuenta las connotaciones simbólicas se presentan. ¿Son blancas las noches porque acaban en nada? Él se queda con las manos vacías.
La extensión de estos relatos que puede prolongarse por decenas y decenas de páginas es otro elemento importantísimo. La extensión es necesaria cuando lo que se desea es perfilar los rasgos esenciales de un personaje, darle la vida, conferirle una esperanza vital. Auténticas noveletas, muchas de estas piezas no obedecen al esquema estricto y premeditado del cuento. Aunque publicadas como tales, estas obras más que cuentos son relatos, incluso los esbeltos y ágiles, de escasas páginas. Entre ellas, uno conmovedor, “El niño con la manita” (1876), que en algo recuerda a “El gigante egoísta” de Oscar Wilde. En ambas historias se trata de la muerte de un niño y de lo que sucede después, especialmente si la criatura pasó una vida de miserias en este mundo. El inocente se ha ganado la entrada sin objeciones al paraíso. O “El campesino Maréi” (1876), en el que un rudo múzhik que está arando los campos se encuentra con un niño azorado que oyó aquello de “ahí viene el lobo”, se asustó y echó a correr. El niño es en realidad el señorito de la finca pero, aun así, con un cariño maternal, en contraste con su rudo aspecto, el campesino lo consuela. Plagado de símbolos y de secretas complicidades se halla este relato; algo similar sucede en “El corazón débil” (1848), donde la entrañable amistad, casi amor platónico entre Vasia y Arkasha se matiza con la entrada en esta curiosa relación doméstica de Lizanka, la prometida del primero, que jamás llegará a ser su esposa porque Vasia, quien proviene de las clases más desprotegidas, con una infancia plagada de traumas, a causa de diversas presiones de trabajo, pierde el juicio.
Tristes, en ocasiones, las historias de Dostoievski se nutren de su vida de cárceles, de penuria y asolada por la enfermedad. Eso explica los repentinos ataques de epilepsia que sufre el príncipe Mishkin en El idiota, el sentido de culpa de Raskólnikov en Crimen y castigo o la fascinación y la impiedad de Stavroguin en Los demonios, donde Dostoievski retrató a Petrashevski, ese demonio ruso y socialista que tantas calamidades habría de causarle en su vida, o bien la fatiga ante la interminable labor de Iván Karamázov en Los hermanos Karamázov. Algunas veces formas de álter ego o desdoblamientos del autor, otras veces meros retratos de personas reales, los caracteres de Dostoievski están más vivos que los héroes de la historia patria de los distintos países del mundo. Verdaderos estudios del alma humana, donde el autor dejó plasmadas las impresiones de un espíritu universal, fuertemente imbuido de ideas nacionalistas. En efecto, Dostoievski es el ruso universal en quien cualquiera, sin importar su cultura, puede verse reflejado. A él y a los otros grandes autores rusos de su tiempo les tocó vivir un momento de gran florecimiento en las artes y las ciencias. Aun con sus engolosinamientos románticos, cuajados de patetismo, Dostoievski no pierde actualidad. Ante un desliz sentimental, un tanto almibarado, pronto sabe corregir el rumbo de la navegación, llevando al lector hacia piélagos ignotos y fuertemente expresivos. Sólo un gran espíritu, templado por el dolor y la soledad, pudo conocer esos avernos y esos edenes. La lectura de estas piezas, meros esbozos, divertimentos o simplemente études, depara al lector —e incluso al narrador— un encuentro con una de las plumas más versátiles y hondamente humanas que haya conocido la historia de las letras.
Fuente: Revista Replicante
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