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La traducción de clásicos universales vive su gran momento

Es un tema delicado. Luis Magrinyà, editor de Alba Clásica, afirma: “Los pies causan una extrañeza que no está en el original”. A su izquierda, Ismael Attrache asiente; a su derecha, Carmen Francí niega con la cabeza. Ambos han traducido La pequeña Dorrit, de Charles Dickens. De ahí viene el contencioso por el sistema métrico. ¿Mantener las millas, libras y yardas o hacer el texto más accesible con los kilómetros, kilogramos, metros? Nota de los traductores: el sistema métrico decimal no se introdujo hasta finales del siglo XIX y Dickens publicó por entregas La pequeña Dorrit entre 1855 y 1857. Y precisamente para no caer en anacronismos han buceado en glosarios dickensianos, diccionarios de 1829 y 1870 o el Corpus Diacrónico del Español (CORDE). Attrache coincide en que el sistema anglosajón despista al lector, a Francí sólo le queda la resignación. El libro ya está fuera de su alcance. Pero María Teresa Gallego Urrutia, que tiene entre manos la traducción de La señora Bovary, advierte de que ella no va a dar su brazo a torcer. “Está en leguas, y Luis se puede poner como le dé la gana porque cuando Flaubert la escribió ya estaba establecido el sistema métrico decimal, así que si él conocía el kilómetro y quiso la legua, él sabrá. No seré yo quien lo cambie”.
“La fidelidad ahora es un valor”, justifica Francí. ¿Y antes? “En muchos casos, más que traducciones eran adaptaciones. Ha cambiado mucho el concepto de traducción”. También el código deontológico de la profesión. “Antes era común eso de ‘la frase difícil me la cargo’, por eso insistimos en que no eran traducciones en el sentido que hoy le damos”, explica esta veterana traductora que se las ha visto, entre otros, con Henry James, George Eliot o Dorothy Parker. “Se vuelve tanto sobre los clásicos porque ahora los niveles de exigencia son mayores”, tercia Gallego. Antaño no quedaba más remedio que ceder ante la censura, conformarse con traducir desde el inglés o el francés de una obra en sueco o japonés, o aceptar con impotencia que era imposible hacer las indagaciones que exigía un texto clásico.

“Al acortar el libro para poder reducir su coste lo despojan de todas las reflexiones religiosas y morales que, además de constituir la mayor belleza de la obra, están calculadas para el infinito beneficio del lector”, se lamentó el escritor Daniel Defoe. Su Robinson Crusoe se publicó en 1719 y cuarenta años más tarde, según contabiliza Enrique de Hériz en el prólogo de la nueva edición publicada por Edhasa, tenía 41 reimpresiones y 15 imitaciones. “Eran textos abreviados que sacaban la tijera allá donde había una reflexión moral y que forzaron que se quedase en una mera historia de aventuras”. A finales del siglo XVIII llegaron a España las versiones infantiles de la novela de Defoe. Los adultos, en su mayoría, habrán leído la traducción que Julio Cortázar hizo en 1944. A ella acudió De Hériz en 2004 cuando se disponía a citar un párrafo para una reseña. No encontró la equivalencia en castellano. Solución: “Faltaba en torno al 30% del texto original, y esa es la traducción más común, la que encuentras en cualquier librería”. Revisó las ediciones en español y “alarmado, incluso escandalizado”, comprobó que o partían de un texto mutilado o se limitaban a la traducción del primer volumen del libro, que consta de tres: Robinson Crusoe, Nuevas aventuras de Robinson Crusoe y un tercero de ensayos morales que De Hériz está ultimando y se publicará en otoño. En total, cinco años de fortuita aventura. “En la traducción íntegra el lector no verá una novelita de aventuras, podrá apreciar por qué es considerada la primera gran novela en lengua inglesa”. 
Entre la traducción de La señora Bovary y la del primer clásico de María Teresa Gallego, el Diario del ladrón de Jean Genet, median más de tres décadas. “Seguramente es el que más me ha costado porque tuve que meterme en un mundo muy ajeno siendo muy joven. Tuve que investigarlo todo y aprenderlo todo, y entonces nada de Internet. A traducir la jerga carcelaria me ayudó el bedel del instituto donde trabajaba, que era un guardia civil jubilado. Él me ayudó a discriminar lo que era caló de lo que no. Aun así, metí mucho la pata. Isabel Reverté y yo pagamos una serie de novatadas y, por supuesto, indagar era complicadísimo”. Ahora la investigación es una mera cuestión de tiempo. Ella acaba de pasarse una tarde entera buscando el nombre de una tela mencionada por Flaubert. “El barbero llevaba una chaqueta de lasting y me llevó mucho Internet hasta que llegué a sempiterna, su equivalente en castellano”. Afortunadamente, dice Francí, esas tardes en la Biblioteca Nacional tratando de encontrar —sin éxito— referencias a mundos que ya no existen son historia. “Por ejemplo, para traducir Dorrit Carmen y yo nos hemos tenido que hacer un minimáster en urbanismo londinense del siglo XVIII. Teníamos hasta un plano de la cárcel. Antes se apañaban como podían. Nunca ha sido un oficio bien pagado y no se podían permitir viajar en busca de información”, aclara Attrache.

Los tres —Francí, Attrache y Gallego— rechazan esa convención que dice que cada generación necesita su traducción de Homero. Que las traducciones, a diferencia de los originales, envejecen. “Por lo general ahora tenemos los medios para hacer traducciones lo bastante buenas, diría que casi definitivas. Aunque siempre se podría revisar alguna cosita, por si se ha colado alguna expresión moderna”, juzga Francí. Para Gallego la clave está en la calidad. “Si una traducción es buena, es eterna”. El traductor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra Gabriel Hormaechea es menos categórico. “Mi modelo de lengua para la traducción de Gargantúa y Pantagruel ha sido, aparte de Cervantes, la generación del 98. He empleado, por un lado, ese castellano recio, sobrio, como de Unamuno y, por otro, el de mi abuela, esa lengua tan rica, colorida, sabrosa. Tengo la impresión de haber traducido con la lengua de principios del siglo XX y no me extrañaría que dentro de cien años se quisiera hacer lo mismo con la de principios del XXI”. “Desde luego, esas actualizaciones son legítimas”, añade De Hériz.

En los últimos años se ha impuesto una tendencia a la publicación de nuevas ediciones y traducciones de autores clásicos, pero Luis Magrinyà recuerda que en 1995, cuando inauguró la colección Alba Clásica con la intención de establecer un diálogo entre las novedades y los clásicos, “editar estas obras para que compitieran en la mesa de novedades parecía una temeridad”. En cambio, hoy el clásico es un valor más seguro, admiten Luis de la Peña e Irina C. Salabert, de Nocturna Ediciones. Según De la Peña: “Para una pequeña editorial es difícil encontrar una voz nueva y de calidad. Hace poco un librero me comentaba que los españoles se venden mal, sólo son rentables los conocidos. Por ello se tiende hacia los clásicos, porque no tienes que explicar quiénes son Flaubert o Maupassant”. Tampoco Rabelais. Una de las recuperaciones más celebradas de los últimos meses han sido los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel (Acantilado), cuya traducción firma Gabriel Hormaechea. Toda una heroicidad, dicen los de su gremio. “Me ha costado Dios y ayuda”, reconoce entre risas. “Mezcla cultismos, arcaísmos, jerga de convento, vocabulario especializado de derecho, teología, fortificación o navegación a vela, a un chiste soez le sigue un discurso ciceroniano… Te vuelve loco y es maravilloso porque se inventa el francés. Hace fuegos artificiales con el idioma”. Y muy celebradas han sido, también, las esclarecedoras notas que antepuso a cada capítulo. “Revisé una por una las diez traducciones anteriores del libro y extraje dos conclusiones. La primera, que Rabelais habla de cosas de su época, se mete con todo, políticos, curas, y si no eres especialista en el XVI es fácil que te pierdas en esos ataques soterrados. Las ediciones o no estaban anotadas o lo estaban escasamente. Alicia Yllera hizo un trabajo chapeau con su traducción [para Cátedra], pero contenía demasiadas notas, era para eruditos. La segunda conclusión fue que los juegos de palabras o no se traducían o muchos se traducían literalmente, con lo cual no tenían sentido”. Su propuesta —fue él quien presentó el proyecto a Acantilado— fue: ni una nota, sólo “una guía de lectura” para poner en contexto al lector y, a partir de ahí, “dejarle leer tranquilo”. Ah, y no saltarse ni un juego de palabras. Costase lo que costase.

En la buena acogida que tienen los clásicos es fundamental el papel de la traducción, razona Luis de la Peña. “El escritor extranjero no suena tan antiguo porque las traducciones lo han modernizado. El lector ve más lejano a Galdós que a Dickens”. Las traducciones actuales evitan los arcaísmos —¡pardiez!—, las naturalizaciones —Oliverio Twist— y, en general, ese lenguaje impostado asociado a la obra clásica. “Dickens es un autor de una modernidad sorprendente y esa es una de las cosas que más nos ha importado, no queríamos que tuviera ese tonillo arcaizante. En la época Dorrit no sonaba vetusta, por eso hemos tratado de trasladar esa frescura que encontraban en el texto los lectores del XIX. Muchas veces la rimbombancia es ajena al texto original, el traductor tiene que quitarse prejuicios”, dice Attrache.

En el catálogo de Nocturna hay una única obra de Charles Dickens, La tienda de antigüedades. En este caso, era imprescindible realizar una nueva traducción. “Existía una adaptación de unas 300 páginas, y a nosotros nos han salido más de 700. ¡Una inversión enorme!”, exclama Salabert. De la Peña se explica: “Si se mira tanto al pasado también es por una cuestión económica: las ediciones de clásicos son asequibles porque los derechos suelen ser de dominio público y, además, existen ayudas”. También es más asequible recurrir a la cesión de derechos de una traducción ya publicada (la tercera vía, también vigente, es simplemente imprimirla y cruzar los dedos para que el traductor no se queje o no se entere, pero esa es otra historia). En Nocturna lo hicieron con Diario de un viaje a Rusia de Lewis Carroll, pero prefieren abordarlas de nuevo. “Se trata de ofrecer algo más”, explica Salabert, que admite que sintió una punzada de culpa cuando, apresurada, le encargó a Bernardo Moreno Carrillo La tienda de antigüedades. Le dio sólo cuatro meses de plazo. “Pensaba que se iba a quedar ciego por nuestra culpa”.

En el sprint final de La pequeña Dorrit quien sí tuvo problemas oculares —aliviados con abundante colirio— fue Ismael Attrache, que le dedicó una media de 10 horas diarias. “Sé que no volveré a enfrentarme a muchas otras de esta envergadura. Además, no puedo invertir medio año largo en un solo libro”, reconoce. La cronología de La pequeña Dorrit, publicada en enero pasado, comienza en diciembre de 2010. 1.200 páginas. Francí traduce las primeras 200, y en marzo de 2011 se suma Attrache. Al principio la velocidad de crucero es de cinco o seis páginas al día; al final, de 10 o 12. En total, le consagraron unos nueve meses.

Todos coinciden en que la traducción de clásicos suele ser costosa para el editor y no muy lucrativa para el traductor. “Hay una gran desproporción entre lo que das y lo que recibes. El tiempo que dedicas a una traducción bien hecha es infinito”, opina Gallego. Por otro lado, apunta Attrache, “es impagable vivir desde dentro una obra maestra de un artista en plenitud, ser capaz de desmenuzar todos los mecanismos que maneja y tener la suerte de que un escritor te siga asombrando después de 500 páginas”.

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