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La periferia del universo en mil setecientas páginas


A Juan José Saer lo hubiera abrumado quizás pero íntimamente complacido el ver llegar a la vez, a las librerías, más de mil setecientas páginas suyas. No por vanidad sino porque creía en la obra como proyecto, como sistema, creía que cada novela y cada cuento se integraban en esa unidad superior como cada verso, por logrado que sea, solo cobra sentido pleno en la estrofa y, a su vez, en el poema. Le hubiera gustado incluso algo que a muchos escritores les causa un pudor insuperable: la reedición de sus primeros cuentos y novelas. En el caso de Saer, unas piezas que, cuarenta y pico años más tarde, han mejorado: tienen la frescura, la fuerza y el casi excesivo patetismo del escritor joven, y además muestran que, remontando toda la obra como un río, el lector saeriano encuentra allí prefigurado buena parte de su mundo, de su modo, incluso de esa troupe estable de personajes que lo iba a acompañar a lo largo de sus ficciones mayores, como Glosa o Lo imborrable, hasta La Grande. Esa troupe de la que, en el epílogo a esta reedición de La pesquisa, hablan Saer y Piglia en Princeton, en 2002, “como si fueran amigos”, recuerda Piglia, “de los que queremos tener noticias”.

Las tres primeras novelas que ahora se editan en un único volumen se abren con Responso (1964), escrita a los veintiséis años, que tiene la negrura de Onetti y la ligereza sórdida de Beckett: su protagonista, Barrios, es un hombre todavía joven al que la caída del peronismo, en 1955, le arrebata una sólida posición y lo arrastra a una irrefrenable afición al juego, adicción más destructiva que la peor de las drogas. Todo sucede en una única tarde y noche interminable, en la que Saer muestra ya una capacidad asombrosa para los ambientes, para los detalles que amplifican y contaminan cada situación, desde un viaje en taxi de la ciudad al campo al abyecto mundillo en torno al tapete verde: “No parece juvenil”, escribe sobre Responso Beatriz Sarlo, “salvo unida a otros casos excepcionales de historia literaria, la seguridad sin vacilaciones de la novela”. Responso se publicó unos meses después de Rayuela, y esa sensación de cándida picardía que sentimos hoy ante la novela de Julio Cortázar desaparece por completo frente a Saer: no necesita que le concedamos nada, está ahí completa, contundente por sí sola. La escena inicial, en la que una mujer sostiene una cucharilla cargada de azúcar sobre una taza de té, es el instante suspendido que a la vez inaugura y envuelve todo el ciclo narrativo saeriano.

La vuelta completa (1966) es quizás una obra menor, aunque significativa en la fundación del espacio y los personajes que van a poblar el mundo Saer: Tomatis, Rosemberg, César Rey están ya allí, discutiendo de la vida, la política, la guerra y la angustia como si fueran Camus y Sartre en la mesa de un café en una galería comercial de una capital de provincia argentina. Cicatrices (1969), en cambio, la última novela que publica antes de establecerse en París —la siguiente será El limonero real, esa joya—, es ya una obra maestra: está dividida en cuatro relatos independientes cuyas órbitas apenas se rozan pero componen visiblemente, juntas, el espesor de esa experiencia generacional, urbana y provincial a la vez, con todas sus lealtades y miserias, su carga de erotismo reprimido que, cuando estalla, arrasa con todo. Una órbita que alternativamente se cierra y expande, como la propia prosa de Saer, con un fraseo capaz de abarcar todo el planeta, esa “bola de fango arcaica y gastada, empecinada en girar”, y el más mínimo movimiento de la inteligencia y la sensibilidad.

Remontar la obra hasta el principio, decíamos: Saer compiló sus Cuentos completos en orden inverso, desde su último libro, Lugar, hasta el primero, En la zona. Como subrayando, una vez más, la unidad de su trayectoria, como atravesando una monumental onda expansiva hasta el rastro de su big bang, unida a esa zona que es ficcional pero no ficticia, pues tiene todos los rasgos de la ciudad de Santa Fe en la que el autor vivió sus primeros pasos como poeta y escritor. Varios cuentos de Saer son cometas con luz propia para rato: ‘Traoré’, ‘La Mayor’, ‘Sombras sobre un vidrio esmerilado’, ‘Palo y hueso’, ‘Algo se aproxima’.

Casi todos ellos suceden en esa misma zona —véase, entre los apuntes de tema diverso que completan ‘La Mayor’, el fundamental ‘Discusión sobre el término zona’— que reaparece, inesperada y definitiva, en La pesquisa (1994), el más explícito homenaje de Saer a la novela policiaca (dedicada, además, a su principal cómplice en esa pasión, Ricardo Piglia), en la que el inspector Morvan, que persigue a un asesino múltiple de ancianas en París, cruza su órbita con la de Pichón Garay, recién llegado a la ciudad natal argentina después de veinte años de vivir en el extranjero, a la búsqueda de un manuscrito de su maestro Washington Noriega. “Saer, por extraño que parezca”, escribe Graciela Speranza, “encontró el modo de sumergir el relato policial en la incertidumbre esencial de su mundo narrativo, duplicándolo todo en un vaivén indecidible”. Un vaivén que ahora, afortunadamente, vuelve hacia nosotros.
Fuente: Dobry, El país.


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