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El otro lado de Jorge Consiglio

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El escritor propone historias aparentemente mínimas, en donde la violencia puede germinar con una naturalidad apabullante. La mirada de Consiglio se desvía hacia los márgenes, para retratar a personajes que viven fuera de cualquier esquema convencional del “éxito”.

La mirada de Jorge Consiglio se desvía hacia los márgenes para enfocar mejor las pequeñas fisuras de un puñado de criaturas a la intemperie en los cuentos de El otro lado (Edhasa). Si alguna vez creyeron que tenían las riendas de su existencia, los golpes de la vida fueron licuando, paso a paso, esa convicción: “Lo que hoy se tiene mañana se pierde”. Sólo queda la deriva, naufragar por las aguas del desamparo, de una violencia soterrada. O tratar de olvidarse de “ese puto dolor” y correr como un animal y no aflojar. Si el verdadero infierno son los otros, las palabras de los otros, como dice uno de los personajes, si lo único que puede aliviar es la confesión, la tranquilidad, ese último peldaño que conduciría a la redención, es inviable cuando todos los oídos están completamente sordos. El compasivo ojo del escritor explora las grietas, escarba en esos detalles tan ínfimos que quedan fuera del marco de las fotografías de una vida. Alguien evoca a Padilla, al que le decían El Francés, que trabajaba de mozo y estuvo mucho tiempo desocupado, “el suficiente para que su mirada se debilitara para siempre”. El narrador, minucioso como un entomólogo, recuerda la extraordinaria habilidad que adquirió, durante el tiempo muerto del desempleo, para robar plata en los colectivos. En este relato áspero y ejemplar, el que hilvana el tejido de la narración lleva puestos los cómodos zapatos del finado.

Los cuentos de Consiglio cortan el aliento; de pronto esos seres arrojados a un mundo ciego y sordo parecen reflejar el probable lado B de nuestras existencias, ese humus donde la violencia puede germinar con una naturalidad apabullante. “Matar de esta forma, a ciegas, es como no matar; ni siquiera le queda a uno, pegada al cerebro, alguna maldita cosa que olvidar”, escupe al final del cuento “Algo pendiente” otra de las criaturas emanadas de la maquinaria aceitada de Consiglio, que lanza ficciones urbanas a veces desplazadas, en fuga hacia el campo o la periferia de la ciudad. El escritor semblantea hasta el más mínimo de los gestos de estos personajes enajenados que se caen del mapa, como la mujer de “La virtud”, que carga con la pesada mochila de cuidar a su madre; o Brennan, el protagonista de “La forma ingrata”, que siente que “su vida estaba siendo vivida por otro, que a él sólo le quedaba algún murmullo y cierta historia desdibujada”.

Un epígrafe de Gaston Bachelard anticipa las atmósferas que se ciernen sobre los relatos: “El hombre es un drama de símbolos”. El escritor, obsesivo dichosamente asumido, fue profesor de semiología en la Universidad de Buenos Aires, hasta que un día, harto del cansancio que le generaba la actividad docente y después de batallar por escuelas secundarias y terciarias y la universidad, colgó los guantes y volvió a dedicarse a la tarea de vendedor de un laboratorio. “Dar clases implica preparar y corregir exámenes los fines de semana. Siempre pensé que quizás era mejor trabajar de otra cosa y escribir y leer lo más posible –dice Consiglio a Página/12–. La carga horaria era enorme y no podía escribir. A mí no me dio la vida para poder complementar la docencia y la escritura”, agrega el autor de las novelas El bien y Gramática de la sombra, y el volumen de relatos Marrakesch.

–¿Por qué prefiere los personajes que están al margen?

–Los personajes que yo elijo son laterales, no marginales; organizan su vida en un costadito. Pareciera que la sociedad exige una cantidad de atributos para triunfar, pero hay un montón de gente que no tiene esos atributos. Y sin embargo desarrollan unas vidas que a mí me fascinan. Tengo una mirada muy atenta al pequeño detalle que constituye la vida de esa gente. Un amigo mío vive solo en un departamento y no tiene microondas, pero calienta las empanadas de una forma que te mata de amor. Tiene esas parrillitas que se usan para calentar el pan y pone las empanadas y las tapa con una cacerolita y arma un hornito artesanal. Eso hay que rescatarlo no sólo porque es hermoso sino porque son esos recursos laterales que se arma la gente para ser felices, para esquivar ese maldito chubasco, esa estandarización de la felicidad, de la manera de disfrutar. Muchos de los personajes de El otro lado son laterales, arman sus vidas en un costadito.

–Si el hombre es un drama de símbolos, ¿qué representa para usted la enfermedad, que aparece en tres cuentos?

–A mí me preocupa la violencia en sus distintas formas, la violencia del Estado, la violencia discursiva. Lo que trabajo en algunos textos es cómo va evolucionando la violencia, qué caldo de cultivo previo hay para que una persona que estaba cenando con toda su familia la termine matando después de comer. La enfermedad es una violencia soterrada, injustificable. Cuando observás cómo se deteriora un enfermo, lo ves golpeado por algo mudo, invisible. La enfermedad tiene un peso simbólico en los cuentos y se relaciona con la violencia. La enfermedad dispone de otros tiempos; de golpe si sufrís una enfermedad te ves en otro tiempo, por lo tanto, con otra mirada. Empezás a mirar distinto a tus vecinos, a tu cuerpo, a tu contexto. Lo que por el vértigo cotidiano no se registraba comienza a ser leído de una manera diferente.

–A varios personajes les pasa que ante el tedio de sus existencias posan la mirada en los vecinos, en la vida ajena. ¿Qué le interesa de ese espiar al otro?

–Cuando aparecen los vecinos en los cuentos, lo primero que hacen es rechazar esa vida “enemiga”, pero después empiezan a asimilarla y esa vida enemiga termina por establecer algún tipo de modificación en los personajes, que por lo general son los narradores o una tercera persona muy próxima al personaje que finalmente es modificado. Hay una cuestión de mirada también erótica, el tipo que espía, la persona que mira al otro con un ingrediente sensual. Pero también está esa cuestión de qué hace el otro cuando está solo, que es algo absolutamente existencial, pero que por otra parte es una curiosidad personal mía. A partir de los 16 o 17 años, me daba cuenta de que no me gustaba demasiado mi vida, sobre todo a las seis y media o siete de la tarde, que es una hora clave (risas). Siempre tuve la curiosidad de saber qué hacían tipos que para mí eran referentes como el Flaco Spinetta. ¿Qué haría el Flaco a las siete de la tarde, cómo sería su vida? ¿Cómo sería la vida de Ian Gillan, el cantante de Deep Purple, qué haría a las siete de la tarde? ¿Duermen todavía? (Risas.) Siempre me daba la sensación de que no estaba haciendo precisamente lo correcto y que quizás una mirada sobre el otro me daría actividades básicas para llevar a cabo. De todas manera esta curiosidad la sigo teniendo. Me gusta saber qué hace la gente que está sola, que no tiene testigos, los ritos que organizan para vivir esa soledad.

–Empezó escribiendo poesía. ¿De qué modo incidió esa matriz poética en su narrativa?

–Creo que la determinó; sigo escribiendo poesía y sigo leyendo poesía, es algo que disfruto muchísimo. En la preocupación del armado de cada frase, de cada sintagma, en la elección de cada adjetivo, o la inclusión de una subordinada, hay una preocupación que tiene que ver con mi aproximación a la literatura a través de la poesía. Yo trabajo muchísimo cada texto, soy bastante obsesivo, y eso viene de la poesía. Pero hay algo más, relacionado con la instancia de la imagen. Los poetas que a mí me gustan trabajan mucho con la imagen, esa cuestión polisémica de poner algo sobre un texto que dispara múltiples sentidos. Eso trato de trabajarlo en la narrativa. Pero también tengo que medirme un poco. A veces me voy de mambo y soy demasiado lírico; trato de cuidarme de eso, no tanto en los cuentos sino en las novelas, porque me resta similitud. Hay un punto donde si vos ofrecés un texto tan trabajado, se manifiesta demasiado el artificio, y eso es bravo para el lector, pero también para uno. Me preocupa la verosimilitud, no tanto el realismo.

–En sus cuentos no hay narradores escritores. ¿Lo cansan las historias de escritores?

–Es cierto lo que decís, creo que fue consciente. Me molesta un poco esa ficción de escritores que no pueden escribir, la verdad me hincha las pelotas, me jode. Sí me gusta descubrir lectores dentro de los personajes, lectores laterales, no profesionales. Pero no soporto los narradores escritores. A mí no me interesa, no es la ficción que elijo ni tampoco la que escribo.

Fuente:  Silvina Friera para Página 12

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