Llega un momento de su carrera en que determinados escritores, al menos algunos de los que gozan de un aura de consagración o de cierta visibilidad, deciden tirarse a la pileta. No se trata de un salto al vacío -raramente alguno de esos experimentos sacudirá los cimientos de la historia de la literatura-, sino de apuestas personales, deudas íntimas, caprichos o riesgos que se corren desde un lugar seguro que a veces ni con toda intención del mundo se logra abandonar. La literatura, se sabe, es en buena medida hija del hambre y de la vacilación.
El rasgo común de esas obras es algo que a sus autores suele presentárseles como necesario e impostergable: la libertad. Una libertad que a menudo provoca iluminaciones, pero que también -desde ese "ya no rendir cuentas" que el escritor cree haberse ha ganado- cae en terrenos pantanosos o deja los textos a la deriva, víctimas de vaguedades que ni siquiera la astucia o la mano privilegiada logran salvar.
De casi todos estos peligros sale ileso en La Esposa joven, su última novela, el italiano Alessandro Baricco (Turín, 1958). Especie de eterno niño terrible y mimado de las letras italianas, suerte de best seller permanente con Seda, la narración que lo catapultó a la fama y le ganó incluso el favor de las lectoras de novelas rosa, Baricco ha sabido resistir además los embates más furiosos de la crítica académica.
La Esposa joven es, en todo caso, un libro para rendirse a él sin culpa y para disfrutar de las arbitrariedades de la pluma del escritor italiano, que casi nunca toma el camino más fácil y siempre se encarga de hacernos creer que es el único posible. A lo sumo podrán reprochársele a Baricco dos detalles: por un lado, que no lleve las cosas más lejos, que sus ambiciones alegóricas lo empujan a abarcar mucho desde el punto de vista argumental, pero con relativa tibieza; por otro, que los procedimientos formales, en particular los metaliterarios -tan a pedido de la época-, caigan en aclaraciones y justificaciones innecesarias que sólo terminan por desteñir la historia.
La Esposa joven es una novela que debe leerse en varios registros simultáneos: el cuento de hadas, la fábula libertina (con moralejas varias), la alegoría homérica (el Hijo es, en su viaje iniciático, un Ulises apenas travestido) y, finalmente, una sutil combinación entre una picaresca atemporal y el erotismo más cristalino y desprejuiciado.
El argumento, reducido a su mínima expresión, resulta sencillo: una familia aguarda con ansias el retorno del hijo que ha partido en misión de negocios a Inglaterra en busca de nuevas armas que les permitan perpetuar su fortuna; en medio de esa espera, su prometida de dieciocho años regresa de la Argentina -adonde su familia ha decidido trasladarse para, asimismo, robustecer sus propias arcas- para cumplir con la promesa, que los dos se hicieron tres años antes, de reunirse y por fin casarse. Pero aquí es donde la síntesis argumental pierde sentido. Ese ámbito en el que desembarca la inminente esposa no se parece a ninguno: se trata de una casa en la que apenas pueden dormir, dado que todos temen a la noche, ese deplorable fantasma en el que cada uno de sus ancestros ha perdido la vida. En esa casa, cada ritual es de una solemnidad insondable, como la prohibición tácita de poseer libros o los desayunos a los que todos acuden sin asearse, casi como si huyeran de una pesadilla, y a los que asisten decenas de extraños. Cada uno de los personajes principales -a excepción de Modesto, el mayordomo- ha dejado su nombre en el camino y ahora sólo responde al mote de Padre, Madre, Hija, Tío, Esposa joven. Como comprobará el lector, todas esas categorías son tan contundentes como ambiguas, y en ello reside buena parte del secreto de la novela.
Baricco conoce todos los trucos del oficio, en especial el de alimentar a cada rato a sus lectores con alguna menudencia. En La Esposa joven consigue un milagro nada modesto: construye un tono que alberga y contiene de manera armónica todos los subgéneros de la novela, algo que, en manos menos hábiles, hubiera podido convertirse en un catálogo de chistes y de indulgencias literarias.
Fuente: José María Brindisi para La Nación
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