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Hernán Ronsino

Ph | Ayse YavasHernán Ronsino escribe: “Me gusta pensar la escritura como un proceso de sedimentación” y en las tres partes (“Huellas”, “Lectura” y “Tensiones”) de Notas de campo, publicado por Editorial Excursiones, queda claro por qué. Desde la autobiografía, el rastreo de lecturas y autores, y la crítica, con cruces entre memorias, crónicas de viaje y ensayo, el autor deja ver su modo de trabajar y de poner en marcha cada obra.

Desde que se fue de Chivilcoy, Ronsino publicó las novelas La descomposición, Glaxo y Lumbre (Eterna Cadencia Editora). A ellas se les suma el libro de cuentos Te vomitaré de mi boca. Ahora, con Notas de campo, corre el telón y muestra una especie de detrás de escena que en cada uno de esos libros respiró como universo paralelo. Lecturas, anotaciones, flechas de pensamiento que se articulan en el “mientras tanto” y que, como los alambrados que en las afueras de los pueblos enlazan ese núcleo tenso y poético a la vez, arman mapas sutiles que de lejos no se ven pero que, a la vez, sostienen todo eso que rodean.


En el libro hablás de Chivilcoy, de la fábrica Glaxo, de su barrio ¿Qué pasa cuando vas para allá? ¿Qué preguntas surgen en torno a tus ficciones?

Una vez me invitaron a un programa de una radio AM que se escucha en todos lados allá y el conductor insistía: “Es ficción, pero sucede en la Glaxo ¿Es ficción?”. Me hace pensar… Por un lado, los pueblos producen ficción todo el tiempo: contando historias, leyendas, todo el tiempo funciona la maquinaria de contar y contar y contar. Por otro lado hay cierta idea de que los protagonistas pasan en otro plano, que ese territorio no puede ser parte de la ficción porque en el fondo de esa interpretación está la idea de que no puede pasar algo importante ahí. Como que la ficción es algo importante que pasa en la tele, en las películas, en Buenos Aires. Es un territorio que no se acepta como protagonista.

¿Cómo empezaste a armar el territorio de la ficción?

La decisión consciente sucedió acá, en Buenos Aires, pero hay algo, un ejercicio que el otro día me di cuenta de que lo hacía desde la infancia: inventaba distintos pueblos. La manzana en la que yo vivía era un pueblo, cada manzana era uno distinto. Había personajes en cada uno, un universo que se desplegaba a partir de la invención de un territorio. Yo creo que todo eso fue la base de lo que después empecé a hacer acá. Y lo hice a los 8 años, antes de leer a Saer, a Conti, a Faulkner, a la literatura que trabaja con esas geografías. Después, cuando los leí, encontré la empatía, pero en esa infancia ya había inventado esa geografía.

Hablás, en Notas de campo, de la literatura como mapa ilegítimo, como espacio para esos territorios no reconocidos…

Sí, los que merodean y lo que va abriendo un espacio de descubrimiento. También me gusta eso de la literatura, lo que explora zonas todavía no canonizadas, espacios, voces que todavía no son reconocidas. Me gusta la literatura que va por los costados.

Marcás el nacimiento del primer cuento ¿Cómo detectas el nacimiento del escritor?

La idea de escritor se va a formando en distintas etapas, los juegos de la infancia, las lecturas que te marcan y lo que hacés después con todo eso. Yo creo que es muy azaroso que haya llegado a la escritura. Si mis viejos no podían ayudarme a venir a Buenos Aires, por ahí hoy estaba trabajando en algún comercio en Chivilcoy o en la fábrica, lugares en los que algunos compañeros de la secundaria trabajan ahora. Fue muy azaroso que se haya generado ese espacio de la escritura. Por eso, creo que en la formación hay algo de clase trabajadora. Mi viejo era trabajador, mi abuelo era un obrero, y venir a Buenos Aires en ese contexto siempre es complicado, y llegar a la literatura desde ese origen también es complicado. Hay que hacer todo un trabajo: procesar para quién es la literatura, quiénes pueden hacerla, qué significa hacer literatura.

¿Son cosas que ralentizaron el recorrido?

Creo que hay algunos que tienen un camino más fácil para llegar y otros tienen otros obstáculos y esos obstáculos condicionan y marcan fuerte la posibilidad de escribir porque ¿qué voy a escribir si tengo que trabajar, si tengo que pagarme la pensión para ir a estudiar? Todo eso está presente en algún punto y termina condicionando. ¿Cómo procesás todo eso que viviste? Algunos viven lo mismo y no lo procesan en literatura. He vivido una infancia igual a muchos pero ¿qué hago con eso? Yo creo que la formación del escritor es un trabajo que viene después. Tenés todos los elementos a lo largo de tu vida y después, de grande, los procesás en un contexto social y personal que es el que te toca.

Los textos del libro fueron escritos en muchos momentos y para diversos espacios y revistas. Destilan cierta calma, una falta de urgencia por publicar ¿Es así?

Soy muy lento para escribir. Hay un libro de Andrei Tarkovsky, Esculpir en el tiempo, donde cuenta , y me gusta eso, que antes de hacer una película estudia mucho, investiga, lee y ,después de hacer una película, se toma un tiempo para ver qué pasó con esa anterior y pensar la nueva. Yo tengo un tiempo parecido. No me sale escribir un libro cada dos años. Tampoco tengo las ganas de publicar cada dos años o no puedo producir una historia genuina para mí en ese tiempo. Todo ese trabajo de producción, investigación, lecturas, que después derivan en estas notas, por ejemplo, es lo que más disfruto. La idea de que algo está en construcción. Es como la idea de taller. Yo entraba en el taller de mi viejo y él siempre estaba armando algo y eso era hermoso: estar en la previa, poner un tornillo, sacarlo, mirarlo a la luz, volver a ponerlo… esa es la lógica de trabajo que tengo yo. El placer de hacerlo, hasta que en algún momento hay que sacarlo.

¿Cómo usás esas lecturas que gravitan alrededor de cada novela?

Cada libro tiene un gran tema. En La descomposición, el tema era la muerte y leí a Blanchot, a Merleau-Ponty, filosofía... Después quizá no aparecen en la escritura, pero forman una especie de caldo en donde uno va pensando. Antes de escribir, voy leyendo, tomando notas, escribiendo sobre algún autor. Después viene la novela en sí misma.

¿Y cuál es el tema para la próxima novela?

Se llama Una música y ese es uno de los grandes temas.

Ahí anclás la historia en Buenos Aires ¿Cómo viene ese cambio?

Irme de Chivilcoy me costó cuatro libros. Hace veinte años que estoy en Capital, hay una nueva relación con la ciudad y me interesa mucho pensar Buenos Aires. La novela tiene un barrio pero sucede por cualquier parte. Hay escenas en distintos lugares. Ahora tengo media novela hecha. La parte más difícil está. Arrancaba un universo nuevo, un imaginario nuevo. Hace dos o tres años que estoy con ella y hay cien páginas que decidí en el verano que no iban, que son para mí un año de trabajo. No iban. Se desviaban. Yo escribía sabiendo que las tenía, pero cuando avancé por lo otro, pude sacarlas y ahí se ordenó todo.

Decís que el taller de tu viejo fue como el laboratorio de la lengua, y hablás mucho sobre la oralidad ¿Cómo la trabajás?

Son ecos, insumos que buscan una masa de trabajo que, enredada con una búsqueda poética en la prosa, terminan dándole forma a lo que me interesa. El texto tiene que tener esta combinación entre lo poético, lo estético, y algo que contar. Hablábamos de la oralidad en Briante, en Puig. Por ahí no se los cruza tanto, no se los pone en relación porque construyen dos pueblos totalmente distintos, pero para mí pueden ser leídos como complementarios. Puig narra hacia adentro: la zona de mujeres, niños, la influencia del cine y cómo va moldeando a los personajes hacia el interior de las casas, y me parece que el universo de Briante sale afuera, es más masculino, más violento entre hombres, el campo. Son como miradas de pueblo que se complementan y los dos trabajan la oralidad y recurren a las mismas técnicas. Si comparamos Kincón y La traición de Rita Hayworth, trabajan fragmentos, puntos de vista, oralidad… se los puede pensar como autores que no son antagónicos. La lengua literaria no me interesa para copiar el registro, como si fuera una desgrabación. Me parece que se construye no copiando sino con un trabajo que involucra la escucha y la búsqueda de una estética, como lo lograban ellos.

También mencionás el compromiso político que tiene que tener todo proyecto literario ¿Cuál es el tuyo?

No me refiero al compromiso asociado a un esquema cerrado como el de Sartre. Ese compromiso político del que hablo está en el trabajo con la lengua y en esta conciencia de los orígenes, como mencionábamos antes. Cuando uno elige narrar y que las cosas sucedan en un lugar o en otro, está eligiendo, está construyendo un punto de vista y una mirada del mundo. El cómo vas a trabajar con el lenguaje. Ahí hay algo político, pero eso político, finalmente, para mí, tiene que estar resonando dentro de un proyecto estético. Cómo trabajas la lengua y qué sentido del mundo ponés en juego dentro de un proyecto estético, que es lo que finalmente le da sentido a esa mirada.


Fuente: Natalia Gelós para Eterna Cadencia

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