El escritor cordobés publicó cinco relatos magníficos que expresan la experiencia de vivir en soledad y las zozobras que produce estar con los otros en comunidad. “Mis cuentos surgen más como una especie de geografía, a partir de una suerte de ensoñación”.
La tristeza a la intemperie. El escándalo y la desesperación no son semillas que puedan germinar en pequeños pueblos como los que construye el cuentista cordobés Federico Falco. Las tensiones abonadas no se ocultan debajo de la alfombra, como sucede en las ciudades, sino que se acoplan con los elementos del paisaje, como la nieve que transforma a un jardín en un gran campo blanco o los copos que se superponen en las ventanas hasta formar “un muro impenetrable”. Hay cinco relatos magníficos en Un cementerio perfecto (Eterna Cadencia) que proponen una especie de sensei de la experiencia de vivir en soledad y de las zozobras que produce estar con los otros en comunidad. El altar del “rey de las liebres” está casi al borde del prado, antes de la cumbre, adornado con chauchas de acacia, flores silvestres y huesitos blanqueados por el sol. El rey es un misántropo del siglo XXI, un ex habitante del pueblo llamado Oscar que eligió apartarse de la sociedad para su guarida en unas cuevas. Cuando una ex novia lo encuentra y quiere tener sexo con él, el ermitaño manifiesta el desapego alcanzado en una ínfima proclama: “Ya no estoy acostumbrado. Ya no me gustan esas cosas”. Silvi, una adolescente con el cuerpo en ebullición, se rebela en varios planos: no quiere acompañar más a su madre, una mujer que brinda la extremaunción a los enfermos porque el cura está demasiado viejito; y pasa de proclamar que Dios no existe a querer convertirse en mormona por amor.
Un ingeniero llega a Coronel Isabeta, contratado por el intendente del pueblo para construir un cementerio perfecto, que terminará en un rotundo fracaso por la intromisión del centenario padre del intendente, un anciano detestable que no da puntada sin hilo. “Víctor Bagiardelli se paró en lo más alto del cerro y allí, quieto, el cuaderno encastrado en las axilas, las manos en la espalda, entrecerró los ojos y trató de fijarlos en el horizonte. Después volvió a dibujar. Con el dedo índice y el pulgar formó una escuadra que enmarcaba el paisaje, extendió los brazos para medir proporciones, tomó notas, masculló exclamaciones. Sus pupilas trazaban en el aire el cementerio imaginado”, revela este narrador que podría ser, sólo por el modo en que describe, una suerte de pariente cercano del movimiento fílmico “Dogma 95”, que buscaba purificar el cine impugnando la grandilocuencia de los efectos especiales y otros trucos técnicos. El rechazo inicial acaso demora la compleja trama de un triángulo amoroso. El viejo Wutrich ofrece a su hija Mabel a un sepulturero y después a un japonés “más adinerado”, dueño de un vivero. La señora Kim pierde el hilo de sus pensamientos, los recuerdos se deforman y la materia de lo que sucede se torna levemente fantasmática.
La tonada cordobesa de Falco, suavecita como una melodía silbada con timidez, juega a veces a las escondidas. Quizá sea la distancia con sus pagos natales de General Cabrera, que dejó hace más de veinte años para rumbear hacia la ciudad de Córdoba primero, saltar hacia Nueva York y Madrid hasta instalarse en Buenos Aires. “Los personajes de estos cuentos tienen que negociar la propia subjetividad con una serie de expectativas. Cada uno quizá logra su mini épica de conseguir ser hijo, padre, pareja, o lo que fuera, sin caer en los modelos tradicionales y esperables”, explica el escritor a Página/12.
–Los cuentos suceden en pequeños pueblos de Córdoba, incluso en uno de los cuentos se menciona Cabrera, su pueblo. ¿Qué relación hay entre el paisaje natal y su literatura?
–Hace mucho que vivo fuera de Cabrera, me fui a los 18 años, aunque mis viejos siguen ahí, mis abuelos siguen ahí, y vuelvo seguido. Hay una parte importante de mi vida que está atada a ese lugar y en estos últimos años me moví mucho y estuve viviendo en diferentes lugares y países. Ahora estoy viviendo acá, pero estuve en la ciudad de Córdoba, después en Nueva York, en Madrid… Me di cuenta de que esos archivos en mi computadora con mis cuentos empezaron a convertirse como una mezcla o un collage de territorios que no tienen nada que ver con lo real, que por momentos son parte del paisaje de Cabrera, pero también hay parte de Córdoba o de otros lugares. Ese lugar se volvió un territorio de la nostalgia, un lugar al cual volver. El paisaje de los cuentos tiene pinares, ríos, montañas. En todo caso si hay tensiones, tienen que ver con montaña versus llanura o pueblo versus campo.
–En el cuento “Silvi y la noche oscura” aparecen dos modelos extremos de religiosidad: la católica y la mormónica. ¿Qué le interesa de la religión como tema?
–La religión me interesa como un modo de negociar ficciones. Hay una especie de enfrentamiento entre una religión más establecida y milenaria como el cristianismo, con raíces mucho más extensas, y una religión más nueva como la religión de los mormones, una religión norteamericana con toda una serie de implicancias ahí. Mi interés por la religión llega a partir de mi interés por la narrativa de ficción. La religión y la literatura necesitan un salto de fe. Para que el lector se enganche con un cuento yo necesito que me crea y suspenda una serie de desconfianzas o reticencias, que acepte un pacto con determinadas reglas, como que crea que existe un pueblo que me inventé, que se llama Coronel Isabeta y que está al lado de Deheza, que sí existe. Me interesa dejar algunas hilachas visibles de lo que puede ser el verosímil, pero también me gusta que el verosímil muestre sus propias grietas, que sirvan a su vez para dar ese salto de fe. Para leer ficciones uno tiene que creer en lo que está pasando, tiene que abandonar su racionalidad y entregarse a la propuesta de la voz que está contando. Para mí leer ficción es una parte fundamental de mi vida. Hay un montón de cuestiones que se vehiculizan a través de la ficción, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje emocional. Desde ahí entiendo la experiencia religiosa y me interesaba que los personajes de este cuento elijan esas ficciones religiosas para poder seguir adelante. El creer da poder; pero también frente al dogma hay que ver qué se acepta y qué no. Me interesa caminar por ese borde entre necesidad de creer lo que está pasando y a la vez dudar como escritor de lo que estoy escribiendo.
–¿Estos cuentos surgieron a partir de alguna pequeña chispa que viene de la realidad?
–No, lo único que sí sucedió es que una amiga mía se enamoró de un mormón cuando era adolescente. Ese fue como un germen inicial, pero después no tiene nada que ver. Mis cuentos surgen más como una especie de geografía, a partir de una especie de ensoñación. La primera imagen de “La actividad forestal” tenía que ver con invernaderos y con la situación de algo frágil que había que proteger. Trabajé mucho tiempo con esa idea hasta abandonarla porque no sabía bien hacia dónde iba, cuando apareció Mabel y su padre, vinculado con los pinares. Me interesaba la situación de un cultivo que lleva treinta o cuarenta años para cosecharlo y que genera un paisaje propio, donde un montón de gente se relaciona desde lo emocional; esa posibilidad de que el tiempo atravesara la vida de alguien puesta en un solo objetivo, que era llegar a talar este pinar. Lo primero que suele aparecer son pequeñas ensoñaciones.
–¿Por qué no suele trabajar con su propia experiencia real en los cuentos?
–Para mí escribir es como una forma de entender la experiencia. Este libro claramente está atravesado por la muerte, por el duelo por un paisaje, que para mí fue la forma de procesar una serie de pérdidas, algo que tal vez nunca podría haber hecho desde la primera persona. La ficción da una distancia necesaria para pensar y explorar ciertas cuestiones. En ese sentido mi experiencia aparece como el fondo de todas las cosas; es como el resultado de una serie de lugares de los que me fui para hacer mis propios procesos. Me cuesta mucho decir “yo siento tal cosa”… nunca sé decir lo que siento, me parece que el lenguaje nunca alcanza, en el sentido de ser preciso. No sé si cuando digo que estoy feliz, vos entendés exactamente lo mismo que yo digo. Cuando hablamos de sentimientos, de percepciones intransferibles, el lenguaje enfrenta una cierta soledad. ¿Cómo compartir algo? Una de las cosas más complicadas de lo cotidiano es relacionarse con los otros. La ficción me permite encontrar ese camino, proponer un recorrido donde a partir de las vivencias de los personajes el lector dé el salto de fe y pueda llegar a sentir algo parecido. No me interesa escribir en primera persona sobre mi propia experiencia. Me interesa mucho más la imaginación, la ficción. Me parece que ese es el terreno de la narrativa y es un terreno que está quedando medio desvalorizado.
–Aunque los personajes de estos cuentos parecen estar acompañados, suelen sentirse solos. ¿Qué le interesa explorar de la soledad?
–No hay forma de vivir en soledad porque somos seres sociables. Algunos de los personajes entienden eso y negocian porciones de su soledad. Pero esa distancia no significa que sean necesariamente personajes fríos, calculadores, que no se preocupan por los otros. Lo que están negociando es hasta cuándo necesitan estar en reclusión y cuándo pueden volver a mostrarse y salir; una negociación por la que me parece que pasamos todos, ¿no?, cuánto de intimidad necesitamos y cuánto de estar en contacto con el otro y cómo formar comunidad, cómo formar familia, cómo formar pareja. Hay un lugar en donde uno siempre está solo a la hora de enfrentarse con la muerte o con la pérdida. Nadie te puede ayudar. Cuando se muere un familiar de alguien que querés mucho, le decís “te acompaño en el sentimiento”, pero en fondo no significa nada; son fórmulas cargadas de buenas intenciones. La madre de Silvi acompaña a la gente que se está por morir y está tratando de ayudar con un gran gesto de cariño, que hace que desacomode todo en su vida y deje de ver a su hija.
–¿Reivindica el trabajo con la imaginación, pero próxima al verosímil?
–No necesariamente. Ninguno de estos cuentos es muy verosímil. Un sepulturero que hace un triángulo amoroso con una mujer criada en un bosque y con un japonés… Aunque siempre trato de darle verosimilitud a lo que escribo, en el fondo hay algo de delirio, como el ingeniero que se obsesiona con el cementerio perfecto o un viejo de 107 años que está enamorado de sus gallinas que son las únicas con las que se relaciona de una manera muy primitiva y animal. Todas estas cosas que surgen de mi imaginación tensan el límite de lo que creo o no. Como le pasa a la mujer del cuento “El río”, que sueña con su marido y le da una especie de signo equívoco y a partir de eso suele creer en ciertas cosas. ¿Pero es verosímil esto o simplemente fue un sueño? ¿Es un fantasma lo que está apareciendo o es un sueño? Como ella cree, logra preocuparse por alguien más.
–El modo en que termina sus cuentos se parece a los puntos suspensivos: algo queda suspendido y eso es el final. ¿Cómo concibe los finales?
–El cuento es un género demasiado estructurado y con reglas modélicas muy fuertes. La idea de trabajar en el género cuento es negociar qué puedo hacer yo con un modelo que no me cierra. De ahí los personajes que no les cierra ser padre o esposo de determinada manera. La propuesta es que haya una especie de diálogo entre lo que pasa a nivel de contenidos y a nivel de las formas. Los finales tradicionales a lo (Edgar Allan) Poe implican que hay un cierre que hace que todo lo que sucedió a lo largo del relato sea significativo y que las pistas que fueron apareciendo encuentran su sentido en el final. Esos finales les dan cierta tranquilidad a los lectores: si había un orden que el conflicto en el cuento rompió, el orden se restablece. Esos finales no me interesan porque en la vida no pasan.
–¿En qué momento siente que un cuento termina o cómo se da cuenta de que se aproxima el final, de que ya no queda mucho más para contar?
–Es un poco intuitivo: hubo algo que empezó, que pasó y está cristalizándose hacia otro lugar. Si esto fuera una novela, lo que haría es el comienzo de un nuevo capítulo. Nunca entiendo muy bien qué les está pasando a los personajes en el momento de escribir. Cuando digo que es muy intuitivo, me refiero a que siento que hubo como una especie de cargas emocionales que se movieron de lugar y que estaban como en otro lugar. Y que ya está. El combustible que tenía al principio se agotó y para seguir contando debería recargar energía y dejaría de ser un cuento. En ese borde extraño de qué es un cuento, una de las formas de pensarlo es como cuando los cohetes despegan y tienen un montón de combustible para quemar. Mi idea es que cuando se acabó la llamarada, ahí viene el final. Cuando se acabó el combustible y ya pasó la estratósfera, va a seguir solo por inercia… No sé por qué estoy hablando de cohetes, tema del cual no entiendo casi nada (risas). Mi idea de cuento es que agota una sola carga de combustible, que tiene cierta potencia que la va consumiendo. Lo que no significa que termine la vida de los personajes. Simplemente no hay más para contar.
Fuente: Silvina Friera para Página 12
Comentarios
Publicar un comentario
Esperamos tu comentario