Ir al contenido principal

La reescritura de Don Segundo Sombra por Borges


En "El Sur", escrito en los años 40, Dahlmann, de origen anglocriollo y bibliotecario como Borges, sufre, como Borges en 1938, una herida grave y va a refugiarse al Sur, donde es provocado a un duelo imposible que sin embargo acepta (Obras Completas p.100). Dahlmann elige así, de un modo prácticamente suicida, la barbarie -como la inglesa cautiva. Percibimos aquí lo que Sarlo llamará el "núcleo amenazante del criollismo" reflejado por Borges, en tanto el mundo criollo o indio toma una revancha sobre el espacio urbano y letrado.
En Don Segundo Sombra Fabio, elevado socialmente a la condición de estanciero, se enfrenta también, en la despedida, con Don Segundo, representante de un criollismo diferente. El desenlace es distinto en Güiraldes, donde en cierto modo es la quieta y superior indiferencia de Don Segundo, al apartarse de Fabio, la que provoca el desangre metafórico del protagonista. En su final abierto, estilísticamente magistral, Borges sugiere la romántica destrucción de un protagonista urbano y vulnerable en manos de una barbarie que él mismo ha ido -en un arrebato de inconciente jactancia- a desafiar. De algún modo paradójicamente más realista, lo que Güiraldes parece decir en su conclusión es que el maestro siempre desborda al discípulo y que el llamado bárbaro profesa acaso una lejana compasión por el pueblero que trata de afincarse en sus valores.

En la arquetípica despedida de Fabio y Sombra, el que se desangra no es Sombra sino Fabio -y no se desangra porque la despedida deba ser definitiva, sino porque acaso duda de su propia integridad para preservar los dones que su maestro le ha transmitido: es Fabio quien se va mientras Don Segundo se aleja sin dar vuelta la cabeza. En cierto sentido, Güiraldes no ha descripto la edad dorada del paisano sino para señalar la dificultad que los hijos de la ciudad decadente tienen para arraigarse en ella. 

Dice Sarlo:

"El Sur" es al mismo tiempo trágico e irónico. Advierte doblemente que el pliegue que separa dos culturas tiene un filo amenazador. Uno de sus peligros es el romanticismo blando y evocativo del pasado criollo que conduce a una literatura de revival rural pensada sobre la imagen de la edad de oro, evocada por una estética pintoresquista que purifica la barbarie administrándola en un elenco de virtudes que quieren ser heroicas y resultan mediocres.

(Aquí es claro que Sarlo, sin nombrarlo, está hablando de Don Segundo Sombra. Romanticismo blando y y pintoresquismo son precisamente los pecados capitales que Borges achaca, como lo hemos visto, a Güiraldes).

Borges escribe que el destino es ciego e implacable con los que se equivocan. Esto se aplica a la ensoñación de Dahlmann y anticipa el desenlace de las adopciones descuidadas. Distraído por el pintoresquismo de la escena rural y la tipicidad de una pulpería, Dahlmann no puede resistir la tentación del duelo que puede ser leído como cumplimiento de un destino pero también como castigo por su bovarismo, porque el criollismo de Dahlmann es, como el romanticismo de Emma Bovary, un efecto superficial y trágico de la literatura tomada al pie de la letra. Ambos sentidos forman el pliegue de la ironía del relato. (Orillas 106-107).
Es decir que es posible leer "El Sur" como un castigo que se autoinflige Borges por su incursión a la vez romántica y bovárica en el criollismo. "Nunca hay final feliz ni mezcla pacífica, sino conflicto" dice Sarlo ( 107). Yo leo sobre todo expiación. Dahlmann, dice Borges, cultivaba "un criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso", propio de un hombre de ciudad, lector de Las Mil y una Noches". En realidad, el criollismo de los años veinte de Borges, aun sin caer en los excesos del moreirismo, es a la vez voluntario y ostentoso. Lo que parece estar en juego aquí es que, cualesquiera fueran sus calificaciones, este criollismo era ilusorio, y por esto merecía ser castigado.

Pienso a mi vez que cabe imaginar que "El Sur" describe sin complacencias el duelo de un joven poeta con el imaginario colectivo. La bravuconada de El Tamaño de mi Esperanza le cuesta a Borges una suerte de muerte o borramiento literario. Hombre de ciudad más apto para otro tipo de fantasía, no puede medirse con las fuerzas bárbaras con las que ha querido inconcientemente -e incoherentemente- retomar contacto y de las que ha querido sustraer inspiración. Es cierto que no son las metáforas de corte francés reprochadas a Güiraldes las que guían al protagonista de "El Sur", sino las fantasías de Las Mil y una Noches, pero el resultado es el mismo: tanto Fabio Cáceres como Dahlmann serán derrotados, sólo que Güiraldes habrá elegido un final incruento y Borges, de acuerdo con sus necesidades y preferencias, uno esperablemente violento aunque la sangre, muy a la manera de Borges, resulte invisible.

Sarlo, que percibe en este relato ante todo un conflicto, acaba por discernir una dimensión elegíaca en el espacio ficticio que crea Borges: "Toda su literatura está atravesada por la nostalgia porque percibe el pliegue de dos mundos, la línea sutil que los separa y los junta, pero que en su existencia misma, advierte sobre la inseguridad de las relaciones" (Orillas 108).

A mi modo de ver, no se trata tanto de nostalgia en la tácita descripción de la derrota autoexpiatoria de Dahlmann -como tampoco hay nostalgia en la despedida de Fabio y Sombra- sino más bien una suerte de austero Juicio Final.

La Vuelta del Moreno: Borges y Güiraldes reescriben el Martín Fierro

Uno de los episodios más interesantes del Martín Fierro, ideológica y estéticamente, es la vuelta del Moreno. Como se recordará, en la primera parte, Martín Fierro, exasperado por una vida de acosos y persecuciones, mata en duelo violento a un negro en un baile, a su regreso de un largo período en que se encuentra fugitivo por deserción. En la segunda parte, otro Moreno, que resulta ser hermano del primero, desafía en venganza a Martín Fierro, en una payada extraordinaria que acaba con gran tensión dramática pero sin desenlace trágico, con la derrota no violenta del Moreno. En cierto modo Hernández reitera así dos veces la victoria del protagonista sobre un hombre de otra raza, primero en forma violenta, luego en forma pacífica, por la superioridad alegadamente demostrada en el talento de payar.

El descrédito con que suele juzgarse la segunda parte del Martín Fierro en comparación con la primera ha dejado relativamente en la penumbra esta magnífica payada -sobre la que hay mucho que decir. El propósito al que me atengo aquí, sin embargo, es comparar otras dos versiones posteriores -o futuribles posibles- que a partir de estos dos encuentros con morenos trazan Borges y Güiraldes, versiones que suponen ambas una "corrección" del texto de Hernández. La primera, cronológicamente, es la de Güiraldes en Don Segundo Sombra, pero como ha pasado inadvertida para la crítica, comenzaré por la segunda, señalada primero por Josefina Ludmer (Desafío y lamento, los tonos de la patria. Borges ante la ley, 1989) y retomada luego por Beatriz Sarlo (Orillas, 1995).

Sarlo señala que Borges reescribe de dos maneras el Martín Fierro, una a nivel crítico y otra a nivel narrativo. Su contribución más decisiva a la relectura y a la reescritura de la vuelta del Moreno está en "El Fin". Sarlo cita aquí pertinentemente a Harold Bloom: "Un poeta completa antitéticamente a su precursor, leyendo el poema padre de modo que se retienen sus términos, pero se los hace significar de modo diferente, como si el precursor no hubiera podido ir suficientemente lejos." La idea aparece en Fenichel, citado también por Bloom:"...se toma una actitud que contradice la original" y "en el proceso de deshacer, se da un paso más. Se hace algo positivo que, en realidad o mágicamente es lo contrario de algo, que en la realidad o en la imaginación, fue hecho antes." Este tipo de reescritura, como veremos, es la que guía tanto a Borges como a Güiraldes al retomar, cada uno a su manera, el texto de Hernández. Ambos trascienden, efectivamente, el escenario original de Hernández, para proponer sus versiones antitéticas del encuentro con el Moreno.
En "El Fin" (1953), Borges imagina una tercera instancia en la cual el Moreno y Martín Fierro se reencuentran, a siete años de la memorable payada. Es el último quien morirá, a manos del primero. Es decir, estamos ante una igualación poética de destinos en la que el Moreno, primero víctima, se vuelve al fin victimario, por una suerte de justicia retributiva. También se convierte el Moreno en el doble de Martín Fierro, porque, como Martín Fierro, él también se ha "disgraciao".

Con este relato, Borges no sólo narra el fin del protagonista, Martín Fierro, sino que de alguna manera intenta terminar simétrica y justicieramente el sentido de la epopeya: si el final de Hernández señalaba una suerte de sublimación del duelo violento en duelo de poesía, "El Fin", de Borges, restablece el duelo de sangre como única salida válida y posible del conflicto, con la particularidad de que opera en este caso una suerte de venganza del destino, y esta vez el matador es el Moreno y el matado Martín Fierro.

Pero la simetría que le interesa a Borges, tal como está expresada en las líneas finales, no es tanto la equivalencia de un blanco muerto con un negro muerto, como la de un negro culpable con un blanco culpable. No es la muerte definitiva de Martín Fierro sino el horizonte infinito de fuga y culpa que adviene al Moreno lo que cierra la historia, típicamente borgesiana, en el sentido de que lo que contemplamos en la figura del vengador es la aparición de un doble, condenado a repetir indefinidamente la historia de su asesino. Así cierra magistralmente Borges su relato: "Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre."
En la segunda parte del Martín Fierro, Hernández muestra un gaucho civilizado y en cierto modo decepcionante -un gaucho sarmentino, comentará sarcásticamente Borges. El retorno a la violencia que escoge Borges devuelve al personaje a un realismo más acorde a las circunstancias esperables y sobre todo, en el sentir de Borges, más aceptables estéticamente. Donde Hernández sublima definitivamente el duelo de sangre en duelo de palabras, Borges añade metonímicamente al duelo de palabras un duelo de sangre, y el tiempo circular de los mitos se cumple así inexorablemente. Es decir, la tercera aparición del Moreno será cruenta, como la primera.

Quiero ahora regresar al duelo originario de Martín Fierro y el Moreno en la primera parte, porque éste es en realidad el que reescribe Güiraldes. La idea de reescribir el Martín Fierro en este episodio es, por lo tanto, primigenia en Güiraldes.

Si se me permite aquí un breve apartado, diría que de hecho podemos hipotetizar que Borges, en "El Fin", no sólo se propone reescribir la vuelta del Moreno en Hernández, sino también la vuelta del Moreno en Güiraldes -de modo que con "El Fin" estamos en realidad ante un doble espejo antitético. Una indicación en este sentido podría estar dada por la memorable descripción que hace Borges del paisaje en que ocurre el duelo: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo: nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible >como una música..."

Esta frase tiene una melodía atrapante que es y no es borgesiana y que por el sentimiento parecería aproximarse mucho más al espíritu del Don Segundo Sombra. Yo leo en esta frase una suerte de reverencia cordial y distante de Borges a Güiraldes, su antiguo compañero de Proa, su camarada en un programa de criolledad que quedó sin cumplirse totalmente. Es indudable que Borges escribe mejor que Güiraldes, pero acaso sin el antecedente que significó Güiraldes nunca hubiera podido escribir estas líneas extraordinarias y extraordinariamente conmovedoras en su pureza y sencillez.
Volvamos ahora a nuestro tema fundamental. Como se recordará, en uno de los primeros episodios del Martín Fierro, el protagonista ha desertado y luego de tres años de huída, al regreso a su pago, encuentra su hogar deshecho y su mujer desaparecida. Una noche en que se siente espoleado por la soledad, concurre a un baile y se emborracha. Al mismo baile llega el Moreno con su compañera, a la que Martín Fierro ofende con un juego de palabras llamando -entre líneas- "vaca" a la mujer, que responde airadamente, y la discusión prosigue con una malhadada estrofa dicha por Fierro:

A los blancos hizo Dios,
A los mulatos San Pedro,
A los negros hizo el diablo
Para tizón del infierno.

Cuando el Moreno reacciona, Fierro lo trata de "porrudo" y el duelo se arma con toda su inútil y sangrienta violencia:

Le coloriaron las motas 
Con la sangre de la herida,
Y volvió a venir jurioso                                             
Como una tigre parida.

Por fin en una topada                                           
Con el cuchillo lo alcé
Y como un saco e güesos
Contra un cerco lo largué.

Tiró una cuantas patadas
Y ya cantó pa el carnero.
Nunca me puedo olvidar
De la agonía de aquel negro.

Comentando el espíritu provocador y racista de Martín Fierro en este pasaje -de una excepcional eficacia expresiva, pero asimismo portador de un mensaje racista muy poco señalado por la crítica oficial- dice Borges en un pequeño ensayo sobre el Martín Fierro, que también parece haber pasado bastante inadvertido: "Desgaciadamente para los argentinos, esta escena es leída con indulgencia o con admiración, y no con horror."

Quizá lo más trágico del episodio es la reveladora pobreza espiritual a la que se ve reducido el gaucho. Humillado por los porteños, que lo obligan a la leva y luego -en la segunda parte- sometido por los indios, que le infligirán un cautiverio miserable, su única salida para el desquite es el negro. La profunda amistad entre varones -Cruz y Fierro (interesante sintagma de corte católico-militar)- distrae la atención y encubre en parte el desdén hacia el indio, el negro y hasta cierto punto hacia la mujer, homologados en la misma marginalidad. Este desdén significa también el terror del Otro. La complicidad en un destino de desprecio, y el fracaso de varones unidos en una suerte de pacto de lealtad y de coraje, será más tarde la herencia de Borges en relatos como "La Intrusa".

Lo que es curioso es que esta cadena de desprecios que se van repicando unos en otros no sólo es típico de la gauchesca sino que se eleva a ideología en obras como El Payador de Lugones. Recordemos que Lugones, por ejemplo, a pesar de su intento de enraizar la tradición gauchesca nada menos que en la épica griega, no creía demasiado en el valor moral intrínseco de su personaje, y esto por razones claramente racistas. Así escribe contundentemente sobre el gaucho en El Payador: "Su desaparición es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena" (p. 51). Güiraldes está lejos de comulgar con esta perspectiva. Hay un pasaje suyo donde presenta y celebra al gaucho como maestro de estilo para nosotros:

El gaucho dentro de sus medios más limitados es un tipo de hombre completo. Tiene sus principios morales (...).

Tiene sus artes, ampliamente representadas por su platería de ensillar; por sus tejidos,(...) sus trabajos en asta y hueso, sus trenzados.

Tiene su prosa, en sus cuentos de fogón ( magia por lo general) (..)

Tiene su poesía en sus relaciones jocosas que declama en fiestas como un juego de gracia e ingenio. (...)

Tiene sus danzas, extraordinarias de donaire y lujuria.

Tiene su traje y sus adornos y sus lujos.

Y tiene algo que pocos tienen: un estilo para moverse que implica estética, educación y respeto de sus propias actitudes.

Si nuestra ciudad y nuestra tan sonada cultura hubiesen llegado a expresarse tan armónicamente tendríamos derecho de mirarlos desde arriba. Y entonces no lo haríamos porque ése es un gesto de parvenus." (Obras Completas 732).

Resulta reveladora la reescritura del tema del racismo y de la violencia criolla, tal como están dados en la primera parte del Martín Fierro, en el segundo capítulo de Don Segundo Sombra - el capítulo escogido precisamente como anticipo de la novela en el periódico Martín Fierro. A mi modo de ver, éste es el capítulo crucial del libro -del cual Borges dirá, algunas décadas más tarde, curiosa pero significativamente, que se trata del capítulo más flojo del libro.

Fabio Cáceres, el adolescente que ha huído de sus viejas tías solteronas y del ambiente mezquino del pueblo, se cruza en la noche con un desconocido que lo sorprende y lo deslumbra. "Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser, algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río." Llegado a la pulpería La Blanqueada, Fabio pregunta al pulpero sobre la identidad del forastero. Este pasaje es decisivo. Lo primero que pregunta Don Pedro es: "Decime ¿es muy moreno?" " Me pareció, sí señor... y muy juerte." " El es de San Pedro... dicen que tuvo en otro tiempo una mala partida con la policía." A partir de estas señales se desarrolla el famoso episodio inicial: el Tape Burgos, ya borracho, provoca a Don Segundo diciendo: "En el pago 'e San Pedrino - el que no es mulato es chino". Recordemos que en el Martín Fierro el duelo se provoca precisamente cuando Fierro dice al Moreno:

A los blancos hizo Dios
A los mulatos San Pedro
A los negros hizo el diablo
Para tizón del infierno.

Para mayor paralelismo, el Tape -en un juego de palabras- llama "bagre" a Don Segundo, del mismo modo que Fierro había llamado "vaca" a la acompañante del Moreno. Como sabemos, Don Segundo ignora olímpicamente al Tape y sólo a la salida se produce un amago de ataque por parte de éste -ataque del cual Fabio previene a Don Segundo. Este desarma rápidamente al Tape y le perdona la vida, lo que ofusca aún más al provocador, que queda humillado y perplejo. Lo que deslumbra a Fabio, precisamente, es el hecho de que Don Segundo, desafiado por el Tape Burgos en términos groseramente agresivos por su color oscuro, desiste de toda revancha y se marcha tranquilamente sin prestarle más atención que una displiscente misericordia. Ésta es "la fuerza del remanso cuya hondura absorbe al río": esa fuerza es precisamente la que fascina a Fabio.

Aquí hay un tajante contrapelo a la tradición gauchesca, un llamado a la no-violencia en que está todo Güiraldes, el Güiraldes que admiraba a Mahatma Gandhi y el Güiraldes enraizado religiosamente en el hinduísmo -el Güiraldes que se expresará luego aún más plenamente en esta dirección en El Sendero y en los Poemas Místicos. Este texto es la antítesis o la tachadura del duelo de Martín Fierro con el Moreno y produce una especie de hiato inesperado, un quiebre de respiración en la esperada violencia de la tradición gauchesca de los duelos.

Si Borges actúa por metonimia, agregando un capítulo final al segundo encuentro del Moreno y recreando una catarsis sangrienta, más afín con sus propias preferencias estéticas, Güiraldes actúa por metáfora y sustitución, remplazando un duelo sanguinario e inútil con un borracho mediante un ademán de suprema libertad y serenidad -que es, precisamente, lo que deslumbra a Fabio. En ambos, sin embargo, tanto en Borges como Güiraldes, se cumple una revancha mítica con respecto al texto de Hernández, en el sentido de que en ambos es el Moreno quien vence al blanco -sangrientamente en Borges, pacíficamente en Güiraldes.

Lo interesante aquí es la vertiente por la cual este episodio va a dividir pareceres estéticos sobre Don Segundo Sombra, colocando de un lado a los admiradores de la novela y por el otro a sus detractores -una línea que va por Borges, Ciro Alegría y culmina en nuestros tiempos en Sarlo.

Esto condice perfectamente con la tesitura pro-cuchillera de Borges, explícita en poemas como "El Tango":

¿Dónde estará (repito) el malevaje
que fundó en polvorientos callejones
de tierra o en perdidas poblaciones
la secta del cuchillo o del coraje?
¿Dónde estarán aquellos que pasaron
dejando a la epopeya un episodio
una fábula al tiempo, y que sin odio
lucro o pasión de amor se acuchillaron?

En El Tamaño de mi Esperanza, Borges se había repartido con Güiraldes la creación del nuevo paisaje argentino: quede la pampa para Güiraldes y él se reservará el mundo de las orillas. Pero detrás de esta división -y acaso sin preverlo Borges ni Güiraldes- surge otra: la del topos clásico campo versus ciudad, donde el campo ya no es barbarie sino que la barbarie se traslada a la ciudad, foco de violencia -mientras que el campo es irradiación de sabiduría primitiva y paz espiritual.

En la vuelta del Moreno ambos, Borges y Güiraldes, juegan su carta estética y personal. A Borges el final pacifista de Hernández le resulta ineficiente y acaso hipócritamente frustrante. Lo que entiendo que cuenta en Borges, en "El Fin", es un motor permanente de su escritura, que es el despejar la sospecha de la cobardía y el expresar la atracción por el enfrentamiento físico personal y por la victoria en el duelo.
En Güiraldes la tesitura es muy otra. Güiraldes había experimentado el racismo en carne propia, al ser tratado de métèque en París, por ejemplo, en un episodio callejero que acaba a las trompadas, propinadas por Güiraldes -que boxeaba profesionalmente- y con el alejamiento de los agresores. El ser sospechado de cobardía nunca fue su tema ni su experiencia. Su estética no descartaba el conflicto físico, como lo comprueban, acaso demasiado evidentemente, los Cuentos de Muerte y de Sangre. Pero su veta más profunda y acaso su contribución más original a la literatura criolla se vuelcan en un memorable personaje que encauza la violencia "como el remanso que absorbe el río."

Retomando las palabras de Bloom, ambos, Güiraldes y Borges, sintieron que Hernández, el precursor al que ambos admiraban y del que ambos provenían, no había ido suficientemente lejos. Pero Borges sintió que Hernández no había ido suficientemente lejos en la violencia, mientras que Güiraldes sintió que Hernández no había atisbado una sabiduría posible. A su vez, Borges juzgó, con Nicolás Paredes, que la violencia rinde más, literariamente, que la sabiduría. Y el juicio de la literatura, como el de la historia, queda abierto en este punto.


Fuente: Ivonne Bordelois

Comentarios

Entradas populares