Uno piensa en Charles Dickens (Portsmouth,, 1812-Gadshill), 1890 y le vienen a la cabeza los grandes clásicos de larga extensión: David Copperfield, Oliver Twist o Historia de dos ciudades. Pero el novelista más emblemático de la época victoriana, es también autor de pequeños relatos como este La raspa mágica del que hoy hablamos. La pequeña editorial Reino de Cordelia celebra los 200 años del nacimiento de Dickens -festejados en todo el mundo con actos y reediciones- con la publicación de este singular cuento traducido por Susana Carral y con todas las ilustraciones originales de la edición original dibujadas por F. D. Bedford. El poeta, filólogo y traductor Luis Alberto de Cuenca, poseedor de una edición antigua de La raspa mágica comprada en Londres, es autor del prólogo.
Se publicó por primera vez en 1868, como segunda parte de las cuatro que conforman Novela de vacaciones en la revista estadounidense Our Young Folks y ese mismo año en su propia revista All Year Arround. Cobró 1.000 libras, una cifra desorbitada para la época pero que se explica porque para entonces era ya una figura reconocida que recorrió Estados Unidos como conferenciante. Lo que no se sabe es cuánto cobró Bedford, que ha pasado a la historia de la ilustración como el autor de las imágenes de Peter Pan y Wendy (1911) y doce años más tarde Cuento de navidad, del propio Dickens. Este años se han publicado dos volúmenes de cuentos de los colaboradores de All Year Arround, incluido él mismo (Una casa en alquiler y La señora Lirriper, en Alba) y Escenas de la vida de Londres (Abada editores) con las legendarias ilustraciones de George Cruikshank.
La factura del libro hace pensar que ns encontramos ante un texto para niños exquisitamente ilustrado, pero su párrafo final que recuerda al de Blancanieves -en ese la madrastra es carbonizada al calzarse unos zuecos incandescentes- por su crudeza. Dickens dice así:
Ya sólo falta, concluyó la hada Marina, acabar con la raspa mágica.
Se la sacó a la princesa Alicia de la mano y, al instante, se fue volando para colarse en la garganta del horrible doguillo de la casa de al lado -que siempre quería morder a alguien-, y ahogar, hasta que murió en medio de fuertes convulsiones.
Fuente: Elisa Silió
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