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Buenos Aires debutó como capital mundial del libro

El escritor Mario Vargas Llosa en la Feria del Libro de Buenos Aires el 21 de abril último.
La encargada de prensa de Alfaguara dijo que estaba cansado, que ya había dado algunas entrevistas, que venía de un intenso trajín en el coloquio “El desafío populista para la libertad en América latina”, donde pronunció el discurso de clausura. Todavía faltaba la conferencia en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que en ese momento, la mañana del jueves, se presentaba rodeada de interrogantes. Pero Mario Vargas Llosa llegó a paso vivo a la sala de reuniones del Sheraton Hotel, y muy dispuesto para hablar de su última novela, “El sueño del celta”, de sus ideas literarias y políticas, tan entrelazadas, y también, a su pesar según dijo, de la polémica que rodeó a su visita.
“Pensé que iba a tener un carácter literario, que si era una feria del libro pues se iba a hablar de libros. Ha tomado de pronto un contenido político, pero no ha sido mi culpa y creo que ya es inevitable que tenga esa connotación”, dijo Vargas Llosa en el comienzo de una entrevista con los diarios La Capital, Uno de Mendoza, La Voz del Interior, de Córdoba, y La Gaceta, de Tucumán, y la revista Nueva.
“Cuando escribo una novela o una obra de teatro —agregó— no pienso fundamentalmente en política, o no pienso en política inmediata. A veces escribo sobre temas que rozan la política, pero no en función de una actualidad sino de algo más permanente. Hay momentos, circunstancias para todo. Y no me parece que una Feria del Libro sea la tribuna ideal para debates políticos. Debería ser para promover los libros, para hablar de la importancia que tiene la buena lectura en la formación de las personas y en el funcionamiento de una sociedad democrática”.
—¿Cómo se llevan el escritor y el político en su vida cotidiana?
—No creo que se pueda dividir de una manera esquizofrénica a un escritor de lo que escribe, de lo que piensa, de lo que cree, de lo que defiende o de lo que ataca. Se trata de la misma persona. También me parece una gran equivocación confundir lo político y lo literario como si fueran inseparables. La obra literaria siempre debería abarcar un ámbito mucho mayor que la pura política. La literatura que sólo es política muchas veces deja de ser literatura y se vuelve propaganda. Desde luego no es el tipo de literatura que quiero hacer. Cuando quiero defender o criticar actitudes o ideas políticas, pues lo hago en artículos o en reportajes o participando en debates.
Un mundo privado. “El sueño del celta” rehace la vida de Roger Casement, un irlandés que a principios del siglo XX denunció los horrores del colonialismo en el Congo Belga y la Amazonía sudamericana. Vargas Llosa descubrió al personaje al leer una biografía de Joseph Conrad, uno de sus escritores de referencia constante. “Es la primera persona que él conoce cuando llega al Congo como capitán de barco. La relación entre ambos fue utilísima para Conrad, porque le abrió los ojos sobre lo que realmente ocurría en el Congo. Algo que Conrad no sabía, ya que él participaba de una imagen mítica que se había creado sobre lo que era la colonización belga”.
—¿Por qué le interesó esa historia como asunto literario?
—Me quedé muy intrigado con el personaje. Había estado un año en la Amazonía colombiana, peruana, brasileña y había escrito, al igual que lo había hecho en el Congo, unos informes extraordinarios sobre las caucherías del Putumayo. Así que me interesé mucho en él: era un personaje de novela, por lo complejo, lo contradictorio, lo trágico de su existencia. Ahora, el libro está basado en un personaje histórico, y he hecho una investigación para escribirlo, pero es una novela. Hay más imaginación que memoria histórica. He respetado los hechos básicos, pero en lo que se refiere a la vida de Casement he usado mucho la imaginación: es una vida llena de sombras, de cosas que no se conocen o sobre las que conocen versiones contradictorias. Y toda la problemática que aparece en su historia desgraciadamente está vigente en nuestros días: el colonialismo, el nacionalismo, una cierta violencia innata en la condición humana, que dadas ciertas condiciones de impunidad pueden convertir al ser humano en alguien sanguinario. Si hay una característica a lo largo de toda la civilización es la de esos brotes continuos, repetidos y a veces inesperados de violencia feroz, que están detrás de las guerras, las revoluciones, las represiones, los prejuicios religiosos e ideológicos que desencadenan matanzas atroces. Eso no es gratuito y no cae del cielo, está en nosotros. Hay en nosotros una violencia empozada, que la civilización ha domesticado pero nunca erradicado del todo. Ahora, de alguna manera también esa violencia la podemos desahogar de una manera indirecta, figurada, a través de la literatura: en la literatura podemos vivir escenas de una violencia vertiginosa y gozar con ellas sin hacer daño a nadie.
—¿Cómo actúa la literatura al ocuparse de una historia del pasado que se proyecta en el presente?
—La literatura nos sensibiliza frente a la problemática humana en general. Más que empujarnos a una conducta política determinada lo que hace es crear en nosotros una sensibilidad especial para percibir ciertos problemas, para ser sensibles frente a situaciones que muchas veces pasarían desapercibidas. La buena literatura nos lleva a reflexionar, a revisar muchas convicciones: demuestra que todas las seguridades y certidumbres pueden estar asentadas sobre bases muy endebles, que puede haber mucha mentira en unas realidades que creíamos positivas. La gran contribución de la literatura a la civilización humana es cuestionar las certezas, es inquietar, desasosegar a los espíritus y sobre todo darles una demostración de que el mundo está mal hecho, de que el mundo nunca llega a satisfacer los anhelos de los seres humanos, que siempre toda esa dimensión está por encima de la realidad en la que vivimos. Si no hubiera seres insatisfechos, en entredicho con el mundo tal como es, probablemente nunca hubiéramos salido de las cavernas. La literatura en general y la ficción en particular son las grandes promotoras de esa voluntad de cambio. Aparte de lo más importante, que es el inmenso placer que produce la buena literatura.
—En sus libros suele aparecer la oposición entre la brutalidad instintiva y la búsqueda de un mundo más justo. ¿Cómo se le planteó?
—Desde muy chico para mí la lectura fue un gran placer, pero también en ciertas épocas fue un refugio. La lectura era un mundo donde yo podía sentirme a salvo de una realidad dura, que yo sentía como hostil. Recuerdo sobre todo lo que fue la primera época en que viví con mi padre, con el que tuve una relación muy difícil, porque yo lo conocí cuando tenía diez años. Esa época fue para mí decisiva en lo que se refiere a la literatura. Leer, escribir, era entrar en un mundo donde yo me sentía a salvo, sin miedo, sin el peso de una autoridad que rechazaba en secreto. A lo largo de mi vida los libros, y también escribir, han sido entre otras cosas ese mecanismo de salvación, donde yo podía encontrar un tipo de tranquilidad que en la vida real no tenía. Probablemente le ocurre a todos los lectores. Todos los que gozan con la lectura tienen ese mundo privado, secreto, al que pueden exiliarse cuando necesitan esa paz que la realidad exterior no les da.
El liberalismo en cuestión. Vargas Llosa no quiso la polémica, pero tampoco la desaprovechó. Su credo liberal apareció en todas las intervenciones públicas que hizo durante la semana que pasó en la Argentina, a veces dejando muy en segundo plano a “El sueño del celta”. El escritor se mostró especialmente preocupado por reivindicar lo que considera el auténtico liberalismo y por sacarlo de sus asociaciones con fenómenos como las privatizaciones ruinosas, el desempleo, la precarización laboral y el culto del individualismo y con personajes históricos como José Alfredo Martínez de Hoz y Augusto Pinochet. Una mala fama que atribuye a la prédica de la izquierda, más que a la enseñanza histórica.
—El personaje de su última novela dice que “si se quiere la libertad hay que conquistarla con arrojo y sacrificio”. ¿Qué libertades hay que conquistar hoy en América latina y con qué sacrificios?
—Todas, hay que conquistar todas las libertades, porque no creo que las libertades sean separables. La libertad política; la libertad económica, que es indispensable para crear riqueza, trabajo, oportunidades para todos; la libertad individual y la libertad colectiva, que son dos caras de la misma cosa. La libertad no es divisible, y quienes la dividen terminan desapareciéndola.
—¿Por qué le parece que los intelectuales suelen rechazar las ideas liberales?
—Porque existe un prejuicio muy grande sobre las ideas liberales. Parecería que el liberalismo es una doctrina para justificar los robos y la explotación de los pobres, y la responsable del empobrecimiento de los pueblos. ¿Por qué los países que tienen los más altos niveles de vida, que han erradicado la pobreza, donde hay una movilidad social que permite a los pobres hacerse ricos y que vuelve pobres a los ricos que no saben qué hacer con su dinero, por qué esos países, digo, son liberales? Hay una idea del liberalismo vinculada con dictaduras militares que abrieron políticas de mercado. Esa es por desgracia una de las hazañas de la izquierda dogmática en América latina: haber convertido a la doctrina liberal, que es la que ha empujado las transformaciones más importantes en la historia de la democracia, en esa visión tan caricatural de lo que es la cultura de la libertad. En toda América latina hay prejuicios profundamente afincados y parece que las desgracias de la humanidad no las hubieran causado gentes como Stalin o como Hitler sino Adam Smith o Karl Popper. A esa aberración hemos llegado.
—¿No cree que esa visión del liberalismo tiene que ver con haber sufrido la experiencia concreta de gobiernos que implementaron sus políticas?
—Pero, ¿cuáles fueron esos gobiernos? Una dictadura no puede implementar políticas liberales. Hay dictaduras que abrieron el mercado, pero eso no es liberalismo. El liberalismo es democracia política y mercados libres. Si no hay democracia política, no hay liberalismo. La libertad es indivisible, es una sola. Nosotros queremos libertad económica, libertad política, libertad social, libertad para los individuos, libertad para las instituciones. Si se recortan las libertades, un gobierno no puede llamarse liberal. Es grotesco llamar liberal a un gobierno como el de Pinochet. No he leído un solo texto de pensadores liberales que justifique dictaduras. Las políticas solo pueden ser resultado de consensos, como los que existen hoy en día en Chile; en Chile hay un consenso muy grande que está detrás de las políticas liberales que efectivamente aplica el gobierno chileno. Ahora en Chile hay un gobierno de derecha, pero la Concertación aplicaba exactamente la misma política liberal con el mismo consenso, y el resultado es un crecimiento económico extraordinario y un gran fortalecimiento de las instituciones democráticas. Ese es el liberalismo que defendemos.

Fuente: diario La capital (Rosario)

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